domingo, 26 de mayo de 2019

Las feas

Hace dos años ya que don Juan se deshizo de la casa de Madrid para vivir en Navaltizón. Como Navaltizón está en el término, se avecindó en Argamasilla de Alba. Esta mañana bien temprano fue a votar y se vino enseguida para Almagro. Un quisquilloso le lanza un ligero reproche:
—Se parece usted a los de Unidas Izquierda Unida Podemos de Almagro.
—¿Por qué?
—Porque poco tiene que ver usted con Argamasilla.
—Es cierto que no tengo casi nada que ver con Argamasilla: de hecho el otro día me costó encontrar la mesa electoral. Ahora bien, allí pago impuestos, visito de cuando en cuando la iglesia y la cueva de Medrano y me afectan bastante las decisiones que se tomen en el ayuntamiento. En cambio, estos del nombre kilométrico…
—Ejercen un derecho.
—Nadie lo niega, pero hacen trampa. En determinadas circunstancias extraordinarias —acordémonos de los años de plomo en el País vasco— quizá estén justificadas candidaturas así; en esta, no.
—Sabe usted que las elecciones son periodo propicio para excentricidades.
—Desde luego: no hay más que mirar algunas candidaturas y candidatos: el que quiere reconstruir el alcázar de Ciudad Real para hacerlo ayuntamiento; la empresa que, sin ocultar su condición de empresa, se presenta a las Cortes Regionales; estos fantasmas de Almagro; otros fantasmas en Ruidera; multitud de friquis en las elecciones europeas…
Que florezcan mil flores —dice el culto.
—O más. La libertad es sagrada; la vanidad exuberante; los intereses numerosísimos… Afortunadamente, luego, los electores ponen a cada uno en su sitio.
—No siempre. A veces da la sensación de que los electores premian al exagerado, al demagogo,  al turbio.
—Es inevitable. Los electores de uno en uno y el electorado en conjunto no son entidades angelicales, razonables, ecuánimes, sino veleidosas, antojadizas, inconscientes… Qué se le va a hacer. Por eso es bueno que pueda votar todo el mundo; los demócratas somos optimistas —ingenuos, si usted quiere—: estamos convencidos de que el resultado de unas elecciones puede ser el mejor aunque las piezas que lo formen sean frívolas y caprichosas.
—Ingenuos, efectivamente —constata el cínico por lo bajo.
—Ahora bien —matiza don Juan—: una cosa son los votantes, a quienes les está permitido el lujo de la irreflexión, y otra bien distinta los que aspiran a ser elegidos. Estos deberían contemplarse en el espejo antes de salir a la palestra; y, una vez que están en ella, comportarse civilizadamente. Sobre todo si tienen verdaderas posibilidades de alcanzar su objetivo.
—¿Qué quiere decir?
—Que los candidatos deberían esforzarse por seducir a los mejores ciudadanos, no por halagar a los peores.
—Don Juan, precise un poco, por favor.
—Habrán oído ustedes a un candidato de Vox referirse a las feministas feas.
—Algunas lo son —murmura alguien.
Don Juan disimula, pero recoge el guante:
—El voxeador, acaso sin saberlo, no estaba discriminando entre unas feministas feas y otras bellas: el adjetivo, pese a la posición, es epíteto. Es decir, para este buen hombre todas las feministas, por el mero hecho de serlo, son feas sin que se precise averiguación ninguna.
—Don Juan, que el candidato tendrá ojos.
—Naturalmente. Pero todos los ojos ven —o sea, clasifican lo visto— según categorías aprendidas. El que tilda de feas a las feministas parte de una categoría de mujer que excluye completamente la posibilidad —no ya el afán— de que las mujeres aspiren a una vida propiamente suya, libre, ajena a los papeles que tradicionalmente les ha venido asignando el varón —o la sociedad patriarcal o como quieran decirlo—. La mujer sumisa es bella; la mujer que pretende ser libre es una aberración inconcebible, monstruosa: la suma fealdad.
—¿Quiere decir, don Juan, que la palabra fea en labios de este individuo no pertenece a lo estético?
—Claro que no: se trata de un reproche moral. O hilando más fino: la palabra significa muy precisamente todo lo que se sitúa en los márgenes de lo moral y enfrentándose a ello: lo inmoral por antonomasia.
—¿No estará usted yendo demasiado lejos? Ni siquiera la mayoría de los detractores ha llegado a tanto: le han reprochado tan solo que él, siendo feo como es, se meta con las feministas feas.
—Y han errado el tiro, y han contribuido a trivializarlo: a hacerlo inocuo, incluso gracioso.
—No es malo el humor.
—Cuando es tramposo, sí. No se debe caer en trampas de tal calaña. Especialmente, porque están muy vistas. Retrocedan noventa o cien años: vean las bromas sobre las sufragistas, sobre los judíos, sobre los homosexuales, sobre los rojos… Miren cómo acabaron y escarmentarán. Solo se le puede llamar feo al sujeto del que hablamos si, nosotros también, elevamos la palabra a lo moral: si queremos llamarle crudamente malvado. O idiota.

domingo, 19 de mayo de 2019

Elecciones locales

—Don Juan, que se acercan las elecciones y no hemos comentado las candidaturas.
—¿Para qué? Las conocen ustedes mejor que yo.
—Hace cuatro años sí las comentamos.
Don Juan se empapa de añoranza:
—¡Hace cuatro años…!
—Cuatro años son un suspiro, Don Juan —anima alguien.
Don Juan no pica:
—¿En 2023 podremos hablar de hace cuatro años?
—Ahora recordamos el 15. En el 23, Dios dirá —insiste el mismo.
Súbitamente, al menos en apariencia, don Juan despacha la nostalgia y se sacude el pesimismo:
—¿Por dónde empezamos?
—Por la derecha.
—En la derecha están Ciudadanos y el Partido Popular. Quizás aquel más a la derecha que este.
—Pues empecemos por Ciudadanos.
—La imagen y la candidatura de Ciudadanos son sensiblemente idénticas a las de 2015. Luego o les satisfacen mucho o no tienen otras. Me inclino por lo último.
—¿Qué quiere decir?
—Que Ciudadanos en Almagro no es un partido: es un séquito dócil. Y, como todos los séquitos, forzosamente limitado, rígido y jerárquico.
—¿Influirá esta peculiaridad en los resultados?
—Indudablemente. Los resultados que obtenga Ciudadanos en Almagro, buenos o malos, se deberán al número uno de la candidatura exclusivamente: no a la ideología ni al programa ni al resto de los candidatos, que cuentan poco o nada fuera de su estricto círculo afectivo.
—¿Y serán buenos?
—¿Los resultados? No tengo aquí la bola de cristal —ironiza don Juan—, pero hay un dato que creo significativo: en las elecciones generales del 28 de abril el número uno, candidato al Senado, obtuvo unos doscientos votos menos que su propio partido en la candidatura al Congreso. Interprétenlo a su antojo.
—Vamos con el Partido Popular.
—El Partido Popular está en horas bajas: aquí y en todas partes. Tal vez por eso ha presentado una candidatura que, según se ve, provoca escaso fervor: ¿lamentarán haber desechado a Francisco Barba?
—Ya es tarde. ¿Se van a estrellar?
—Confío en que no: un partido serio y fiable en la derecha es imprescindible para el buen gobierno de cualquier sitio. El Partido Popular ha gobernado dieciséis años en Almagro y a bastantes concejales los recordamos con afecto y agradecimiento: al anterior alcalde, por ejemplo. Los electores lo tendrán en cuenta.
—Votamos ahora, don Juan, a quienes se presentan ahora.
—Quienes se presentan ahora cabalgan sobre un partido sólido y bien organizado, hecho a disputar elecciones, que los protegerá de la derrota calamitosa, quiero pensar.
—¿La izquierda?
—Extrañamente superpoblada: hay tres candidaturas.
—¿Qué nos dice de ellas?
—Del PSOE, que tiene en el alcalde el mejor activo: se ha forjado una imagen de seriedad y trabajo; exhibe, además, buena tabla de realizaciones; y al gobernar en minoría precaria habrá adquirido experiencia y cintura. De modo que la idea general es que ganará las elecciones. Ahora bien, acaso ganar no le baste: de no alzarse con la mayoría absoluta, no gobernará.
—¿Por qué?
—Porque no lo tolerarían ni los votantes del PP y Ciudadanos ni los dirigentes provinciales y regionales.
—Nos quedan dos.
—Almagro Sí! y Unidas Izquierda Unida Podemos: todo eso y así escrito. La segunda es la más curiosa.
—Pues, a ella.
—Los de Almagro Sí! difunden que se trata de una candidatura fantasma, pero yerran: no es una candidatura fantasma, sino bien real y verdadera, porque puede recaudar votos reales y verdaderos que, de esta manera, no irán a otro sitio. En cambio, los candidatos sí son fantasmas, es decir, gentes desconocidas absolutamente por los almagreños y sin vínculo alguno con Almagro.
—No comprendo, entonces, qué hacen.
—Fastidiar. El mundo podemista —entendamos la palabra en sentido amplio: ese batiburrillo de sensibilidades, ideas y personas que quieren conducirnos al paraíso, aunque no se pongan de acuerdo sobre a qué paraíso— es en ocasiones bronco y fratricida: aquí hay un ejemplo.
—Enterado. Falta Almagro Sí!
—La candidatura de nombre menguante: en 2015 se llamaban Almagro Sí Puede! Han perdido el verbo por razones obvias, pero son los mismos: limpios, capaces, buenos, preparados —plenamente conscientes de que lo están—, con las mejores intenciones… y tan selectos que quizá no superen la barrera del cinco por ciento.
—Hombre, con tales cualidades, la superarán.
—Ojalá, pero es improbable: ya no están de moda, la lista deja algún mensaje indigesto, les ha escocido el rival fantasma, y dan señales alarmantes de desaliño o negligencia. ¿Han visto ustedes el vídeo promocional de la candidatura?
—Muy ocurrente.
—Y plagado de faltas de ortografía: cualquier profesor de lengua habría suspendido la ocurrencia hasta septiembre. Sin embargo…
—Sin embargo, ¿qué?
—Que ningún profesor ha visto el vídeo antes de lanzarlo a las redes. ¿Se imaginan a un equipo de gobierno gobernando de la misma forma: la mano derecha ignorante de lo que hace la izquierda?

domingo, 12 de mayo de 2019

Pompas fúnebres

Venimos del entierro de don Luis López Condés, el mejor alcalde de Almagro: don Juan siempre lo dice. Los entierros son ocasión propicia para divagaciones tópicas sobre el sentido de la vida y otros asuntos melancólicos. A ellos nos aplicamos.
—En general, no me gustan las pompas; pero detesto muy especialmente las pompas fúnebres.
—Ya nadie habla así, don Juan.
—Pues deberían hablar, porque pompas son al fin y al cabo. E idénticas a las que se celebraban en la Prehistoria.
—Luego servirán para algo —dice un sensato.
—Naturalmente. Que a mí me disgusten no impide que les reconozca valor.
—¿Qué valor?
—Por muy acostumbrados que estemos a ella, la muerte de los próximos siempre nos sorprende, nos desconcierta y nos deja inermes. En esas circunstancias, las pompas fúnebres, un conjunto de ritos bien establecido, marcan con claridad lo que se debe hacer y ayudan a encauzar y asimilar el dolor: no es poca cosa.
—Entonces, ¿por qué le disgustan?
—Porque algunos vivos las usan para comportarse feamente.
—Ponga ejemplos.
—Dos prototipos se me hacen particularmente desagradables: quienes proclaman lo obvio, y quienes aprovechan para mostrar la propia importancia.
—Vamos con los primeros.
Primi... in illum lapidem mittunt! O sea, los primeros están libres de pecado; por tanto, se esfuerzan en recordarnos que el difunto no era perfecto y enumeran —le tiran piedras— prolijamente los defectos que acumulaba, las flaquezas, los errores que cometió: como si hubiera prisa en hacer el inventario o como si el resto de la gente —quizá no más piadoso: solo más púdico— los desconociera.
—¿Los Moranes?
—No faltan en ningún velatorio; pasan por justicieros implacables y quedan por encima del muerto y de los concurrentes. Ahora bien, aunque diferida, en el pecado llevarán la penitencia.
—¿Hay otros?
—Por supuesto: quienes se creen en la obligación de resaltar que existen millones de muertos en el mundo, nos reprochan que los tengamos olvidados y que nos duela más el fallecimiento de nuestro propio padre que el del pobre indígena de la isla de Sumba: sí, ese que tras morir deja viuda y once huérfanos. Somos unos desalmados, parecen echarnos a la cara: nosotros dentro de unos días heredaremos y viviremos tan ricamente, mientras los desgraciados huérfanos sumbeños penan en la miseria.
—Háblenos de los segundos.
—Los segundos entran en la categoría de los fatuos. A diferencia de los primeros, son inofensivos y hasta dignos de lástima, pero cansados como moscas: presumen de intimidad con el difunto, enseñan fotos, cuentan anécdotas… La cosecha de vanidosos todos los años es buena.
El sensato quiere abreviar el repaso al catálogo de las flaquezas humanas y venir al motivo de la charla
—Qué se le va a hacer, don Juan. ¿Por qué nos hablamos de lo que importa, de López Condés y de Rubalcaba?
—Casi no es necesario. La vida que han llevado y la huella que dejan habla muy elocuentemente.
—Pero acaso haya sordos: hable usted también.
—Los dos resumen bien lo bueno y lo malo de la política española. Lo bueno: servidores públicos que no se han servido del cargo. Lo malo: pararrayos capaces de atraer ojerizas insensatas. Rubalcaba dio su verdadera talla en numerosas ocasiones: recuerdo los días siguientes al 11M, cuando encarnó la dignidad ciudadana frente a los embustes del Gobierno; recuerdo también el manejo de la huelga salvaje de controladores aéreos en 2010; y, claro está, la lucha contra ETA hasta lograr aniquilarla. Luis López, por su parte, ha sido con diferencia el mejor alcalde de Almagro en el último siglo —no es preciso que describa yo el legado, porque ustedes lo conocen mejor— y siempre un hombre honrado y cabal.
—¿Y lo malo?
—El tratamiento que ciertos periodistas y políticos le han dado a Rubalcaba: mezquino e infame, insidioso y mendaz. No insistiré en ello tampoco: él lo llevó dignamente, pensando acaso que los otros obraban de buena fe y que la libertad de expresión es sagrada siempre; mejor así. Y, en cuanto a Luis López, probablemente coleccionara más zancadillas dentro del propio partido que en otros sitios: la actitud de no pocos de sus concejales en el segundo mandato sería digna de consideración, pero tampoco es momento de sacarla ahora: habrá tiempo.
Estamos de acuerdo. Y, puesto que no creemos en la resurrección de la carne ni en la vida perdurable ni en nada semejante, sino en la humilde memoria agradecida que de algunos muertos queda en los vivos durante un cierto tiempo, honramos a López y a Rubalcaba del único modo que sabemos: brindando por ellos. Emocionadamente.

domingo, 5 de mayo de 2019

Día de la Madre

Día de la Madre en España y todavía de resaca electoral. De las dos cosas hablamos, gracias a Dios sin el apremio ni la vehemencia del domingo pasado. Los resultados electorales —acaso porque muchos españoles le vieron las orejas al lobo— han logrado un efecto sedante que, si no definitivo, durará al menos hasta que se acerquen las municipales y regionales del día 26: descansemos, pues. En cuanto al Día de la Madre, aparte de los tópicos adustos sobre el carácter comercial, rutinario y rebañego de la fiesta —¿qué fiesta no reúne los tres atributos?— y de los complacientes sobre el inagotable amor e infinita abnegación maternales, nada nuevo decimos. De modo que la tarde va tranquila hasta que alguien mete el pie en un bonal y allí quedamos atascados:
—¿Tiene sentido celebrar aún el Día de la Madre?
Uno pretende pasar por gracioso:
—Nosotros no lo celebramos: somos huérfanos.
—En nuestras casas se celebra —responde el primero—. Pero no hablaba de eso.
—¿De qué, entonces?
—De si, estando la natalidad y la maternidad como están, merece la pena seguir celebrando el Día de la Madre.
—¿Cómo están?
—La natalidad, en franca decadencia; la maternidad no es como era. Y no me refiero a la maternidad de nuestras madres ni a la de nuestras esposas: nada tiene que ver con la de las hijas y menos todavía con la de las nietas, si es que llega.
—¿Cómo que no? Don Juan siempre dice que hay cosas que pertenecen a la naturaleza, y se mantienen inmutables, y otras que pertenecen a la cultura, y varían en el tiempo y en el espacio. La maternidad es naturaleza, ¿no?
Habla don Juan por alusiones:
—Descartando la notable repercusión de ciertos avances tecnológicos bien conocidos y populares, podemos considerar, en efecto, que la fecundación, el embarazo y el parto continúan perteneciendo mayoritariamente a la naturaleza; ahora bien, la maternidad cae bajo la jurisdicción de la cultura.
El conservador se remueve en la silla:
—¿Quiere decir que el vínculo entre la madre y el hijo es azaroso e intrascendente? ¿Qué la familia es un invento?
—Ni entro en los afectos individuales —allá cada cual— ni lo formularía de manera tan drástica, pero tampoco me atrevería a refutarlo.
La vehemencia regresa antes de lo previsto:
—¿Cómo puede afirmar tal barbaridad!
Don Juan contesta sin alterarse:
—No es barbaridad. Los biólogos saben que todas las especies tienden a perpetuarse; cada una lo hace de la forma —inconsciente, automática, instintiva— que más le cuadra a la naturaleza. Pero a los seres humanos, conscientes de nosotros mismos, la perpetuación de la especie nos trae sin cuidado: nos importa la perpetuación de la sociedad concreta en la que vivimos. Por eso, en cada momento histórico y en cada grupo, la natalidad y la crianza se abordan según convenga: los modelos son muchos y muy distintos.
—Pero el vínculo entre madre e hijo es siempre el mismo: de amor y cuidados.
—O no. Cuando nosotros éramos niños había amas de cría y hermanos de leche; la crianza era una tarea donde las madres no siempre cumplían el papel principal: un ejército de mujeres —abuelas, tías, hermanas mayores, vecinas; entre los ricos, abundantes mucamas— se ocupaban de los pequeños. Nosotros criamos a los hijos solos con la madre e intervinimos más que nuestros padres. Ahora…
El conservador recula, pero a regañadientes:
—¿Qué pasa ahora?
—Lo que ve cualquiera: que el papel de la mujer en la sociedad cambia vertiginosamente; que las familias se parecen muy poco a las que hemos conocido y que, en consecuencia, la maternidad y la crianza mutan ante nuestros ojos a toda velocidad: nadie sabe adónde vamos, pero todos sabemos que vamos a otro sitio.
—El amor materno está de moda, el parto natural, amamantar en público…
—Lo cursi está siempre de moda —apunta el cínico por lo bajo.
—Y lo contrario: madres que se echan fuera de los caminos trillados. Ocurre en todos los momentos de cambio: veremos qué sale de este.
—Y mientras, la casa sin barrer —apunta el práctico.
—¿La casa sin barrer? Bárrela tú —se escama el despistado.
—¡Que no nacen niños, hombre!
—Ah. Pues habrá que incentivar la natalidad.
—¿Cómo?
—Otros sabrán.
—Pongámoselo fácil a las mujeres.
—¿Solo a las mujeres?
—Principalmente.
—¿Engatusándolas? ¿Convirtiéndolas en madres mercenarias, porque los niños nos vienen bien a todos?
—Evitándoles la excesiva abnegación e indemnizándolas.
El impaciente apremia:
—Pero ¿celebramos el Día de la Madre o no?
—Que cada uno haga lo que le plazca.
—¿Y nosotros?
—Nosotros, brindemos por las mujeres que eligen ser madres libremente y lo son como les da la gana.
—¿Y por las que no?
—También.
Y brindamos.