Hace dos años ya que don Juan se deshizo de la casa de
Madrid para vivir en Navaltizón. Como Navaltizón está en el término, se
avecindó en Argamasilla de Alba. Esta mañana bien temprano fue a votar y se
vino enseguida para Almagro. Un quisquilloso le lanza un ligero reproche:
—Se parece usted a los de Unidas Izquierda Unida Podemos de
Almagro.
—¿Por qué?
—Porque poco tiene que ver usted con Argamasilla.
—Es cierto que no tengo casi nada que ver con Argamasilla:
de hecho el otro día me costó encontrar la mesa electoral. Ahora bien, allí
pago impuestos, visito de cuando en cuando la iglesia y la cueva de Medrano y
me afectan bastante las decisiones que se tomen en el ayuntamiento. En cambio,
estos del nombre kilométrico…
—Ejercen un derecho.
—Nadie lo niega, pero hacen trampa. En determinadas
circunstancias extraordinarias —acordémonos de los años
de plomo en el País vasco— quizá
estén justificadas candidaturas así; en esta, no.
—Sabe usted que las elecciones son periodo propicio para
excentricidades.
—Desde luego: no hay más que mirar algunas candidaturas y
candidatos: el que quiere reconstruir el alcázar de Ciudad Real para hacerlo
ayuntamiento; la empresa que, sin ocultar su condición de empresa, se presenta
a las Cortes Regionales; estos fantasmas
de Almagro; otros fantasmas en
Ruidera; multitud de friquis en las
elecciones europeas…
—Que florezcan mil
flores —dice el culto.
—O más. La libertad es sagrada; la vanidad exuberante; los
intereses numerosísimos… Afortunadamente, luego, los electores ponen a cada uno
en su sitio.
—No siempre. A veces da la sensación de que los electores premian
al exagerado, al demagogo, al turbio.
—Es inevitable. Los electores de uno en uno y el electorado
en conjunto no son entidades angelicales, razonables, ecuánimes, sino
veleidosas, antojadizas, inconscientes… Qué se le va a hacer. Por eso es bueno
que pueda votar todo el mundo; los demócratas somos optimistas —ingenuos, si
usted quiere—: estamos convencidos de que el resultado de unas elecciones puede
ser el mejor aunque las piezas que lo formen sean frívolas y caprichosas.
—Ingenuos, efectivamente —constata el cínico por lo bajo.
—Ahora bien —matiza don Juan—: una cosa son los votantes, a quienes
les está permitido el lujo de la irreflexión, y otra bien distinta los que
aspiran a ser elegidos. Estos deberían contemplarse en el espejo antes de salir
a la palestra; y, una vez que están en ella, comportarse civilizadamente. Sobre
todo si tienen verdaderas posibilidades de alcanzar su objetivo.
—¿Qué quiere decir?
—Que los candidatos deberían esforzarse por seducir a los
mejores ciudadanos, no por halagar a los peores.
—Don Juan, precise un poco, por favor.
—Habrán oído ustedes a un candidato de Vox referirse a las feministas feas.
—Algunas lo son —murmura alguien.
Don Juan disimula, pero recoge el guante:
—El voxeador,
acaso sin saberlo, no estaba discriminando entre unas feministas feas y otras
bellas: el adjetivo, pese a la posición, es epíteto. Es decir, para este buen
hombre todas las feministas, por el mero hecho de serlo, son feas sin que se
precise averiguación ninguna.
—Don Juan, que el candidato tendrá ojos.
—Naturalmente. Pero todos los ojos ven —o sea, clasifican lo
visto— según categorías aprendidas. El que tilda de feas a las feministas parte
de una categoría de mujer que excluye completamente la posibilidad —no ya el
afán— de que las mujeres aspiren a una vida propiamente suya, libre, ajena a
los papeles que tradicionalmente les ha venido asignando el varón —o la
sociedad patriarcal o como quieran decirlo—. La mujer sumisa es bella; la mujer
que pretende ser libre es una aberración inconcebible, monstruosa: la suma
fealdad.
—¿Quiere decir, don Juan, que la palabra fea en labios de este individuo no
pertenece a lo estético?
—Claro que no: se trata de un reproche moral. O hilando más
fino: la palabra significa muy precisamente todo lo que se sitúa en los
márgenes de lo moral y enfrentándose a ello: lo inmoral por antonomasia.
—¿No estará usted yendo demasiado lejos? Ni siquiera la
mayoría de los detractores ha llegado a tanto: le han reprochado tan solo que
él, siendo feo como es, se meta con las feministas feas.
—Y han errado el tiro, y han contribuido a trivializarlo: a
hacerlo inocuo, incluso gracioso.
—No es malo el humor.
—Cuando es tramposo, sí. No se debe caer en trampas de tal
calaña. Especialmente, porque están muy vistas. Retrocedan noventa o cien años:
vean las bromas sobre las sufragistas, sobre los judíos, sobre los
homosexuales, sobre los rojos… Miren cómo acabaron y escarmentarán. Solo se le
puede llamar feo al sujeto del que hablamos si, nosotros también, elevamos la
palabra a lo moral: si queremos llamarle crudamente malvado. O idiota.