—Ustedes, que son jóvenes —dice don Juan con guasa—, no se acordarán, pero la comunidad autónoma de Cantabria ha tenido presidentes más curiosos aún que este de ahora.
—¿Por ejemplo?
—Hormaechea. Las peripecias políticas y judiciales de Juan Hormaechea son instructivas: se compró un helicóptero de segunda mano para recorrer cómodamente los cinco mil trescientos kilómetros cuadrados de la comunidad, sacó de sus casillas tanto al Partido Popular como al Partido Socialista, lo condenaron varias veces por distintos delitos, usó triquiñuelas de rábula abundantes, alguno de sus juicios tuvo que repetirse… Sin embargo, lo traigo hoy por un asunto que nos toca más de cerca.
—¿Nos roza un asunto de Hormaechea?
—Una juerga exactamente. Como a nosotros, a Hormaechea le gustaba beber con los amigos; una noche de finales de 1990, quizá tras alguna cena prenavideña, anduvo de parranda; en un pub coincidió con dos periodistas de El Diario Montañés que le dieron carrete, la francachela se alargó hasta los amaneceres…
Don Juan toma un sorbo de jerez. El rojo menea y liba el sonajero del Macallan. Don Juan prosigue:
—Mal está que pasado de copas cantara brazo en alto Montañas nevadas; mal está que ensartara barbaridades de Aznar, de Fraga, de Isabel Tocino; mal está que a otro día no se encontrara con fuerzas para presidir el consejo de gobierno ni atender las tareas de la agenda… pero está mucho peor lo que hicieron los periodistas.
—¿Qué hicieron?
—Una infamia: contarlo en el periódico.
—Hombre, don Juan, le verían interés informativo…
—Por aquellos tiempos las excentricidades de Hormaechea eran bien conocidas; de modo que los periodistas, por servir al amo, cometieron una indecencia gratuita, imperdonable y, a la postre, contraproducente: violar el sacrosanto sigilo que protege las confidencias alcohólicas, más sagrado que el secreto de confesión. Aunque muchos en las antípodas políticas, morales y personales de Hormaechea, todos los bebedores nos solidarizamos con él e hicimos votos porque nadie nunca jamás quisiera tomarse unas cañas con los dos plumillas lenguaraces. Ojalá se haya cumplido la maldición.
—¡Bien! —salta el rojo entusiasta.
El conservador disiente:
—Los personajes públicos deben ser rectos en la vida pública y en la privada; y, sobre todo, deben conducirse cautamente: Hormaechea pecó de ingenuo.
—Hormaechea había bebido: el vino ve amigos en cualquier sitio. Con todo y con eso, estamos de acuerdo en lo segundo: uno ha de saber con quién se junta. Ahora bien, lo primero no puede pasar de anhelo perseguido pero inalcanzable: solo los puritanos fanáticos como Millás —Dios nos libre de ellos— y los hipócritas, despreciables siempre, permanecen fuertes en la virtud. El resto nos permitimos deslices y se los permitimos al prójimo —Nolite iudicare, ut non iudicemini—; sabemos que los hechos no escapan de las circunstancias ni los dichos del contexto, y que lo que hagamos o digamos aquí aquí se queda.
Me miran, me hago el sueco.
—Por eso —abunda don Juan— son tan ruines los chismosos, y repugnantes los chantajistas.
—Se deja usted a los hipócritas —observa el rojo.
—Los hemos llamado despreciables.
—Y de los que les hacen el caldo gordo a los chantajistas pensando que de ahí sacarán algo ¿qué decimos?
—Sobre hipócritas despreciables, basta calificarlos de estúpidos.
El despistado pregunta:
—¿De qué hablamos ahora?
—De cierto policía jubilado y su industria.
—¿Qué industria?
—El policía era un funcionario que en algún momento de la carrera pensó que el sueldo se le quedaba corto y que, utilizando convenientemente los medios y contactos que la sociedad le había facilitado, ganaría más dedicándose a cometer delitos que a perseguirlos. No debe ser tonto el hombre, conocerá bien las flaquezas humanas, se ha ganado fama de eficiente, ha conseguido familiaridad con gente de peso y ha acumulado toneladas de documentos, grabaciones, filmaciones que oportunamente manejadas salpicarán a muchos: ese es su escudo ahora que las cosas van mal.
—¿Quiénes sufrirán las salpicaduras?
—Solo el chantajista lo sabe.
—¿Por qué tantos le ríen las gracias, entonces?
—Por bobos, sin duda. Y entre los más bobos están los periodistas que reproducen las filtraciones del policía en crudo, sin tomarse la molestia de comprobarlas; también algún senador de los que el otro día reprobaron a Delgado: conocemos a varios —en ejercicio... ¡y jubilados!— que no le hacen ascos al gin-tónic y gastan lengua de carretero: no me extrañaría que hubiera por ahí vídeos de sus intemperancias.
—Y ¿qué pasará?
—Lo ignoro. Pero lo prudente es declarar deleznable cuanto proceda del chantajista y sus acólitos, negarle todo crédito —se refiera al rey viejo, a la ministra Delgado o al exministro Fernández Díaz, por decir algo—; encerrarlo en la cárcel muchos años, e incautarle cuanto nos haya robado. Sin más averiguaciones: por vil.