Mientras cambiamos del café a las copas, el culto se pone
melancólico:
—El plagio no es sino un asunto de mala educación.
Metidos en harina me hubiera gustado preguntarle si la
sentencia es suya o viene de segunda mano, y a qué se refiere cuando habla de
mala educación: ¿a las muy trilladas deficiencias de nuestro sistema
educativo o al conjunto de convenciones, hábitos y rutinas que caen bajo el
marbete de la urbanidad?
Don Juan se me adelanta:
—El dicho, que en estos o similares términos se atribuye a
Hegel, da en el clavo. Por una parte, solo en las sociedades primitivas,
bárbaras, donde la educación alcanza un valor meramente utilitario, el plagio
es moneda corriente, casi de curso legal. Por otra, tomar algo del prójimo sin
pedirle permiso es, efectivamente, una cuestión de modales.
—Precise, don Juan.
—Ciñéndonos al ámbito académico —del hurto literario,
más peliagudo, hablaremos otro día—, bastan dos apuntes. Que le damos a la
educación un valor meramente utilitario resulta obvio: las universidades
españolas forman técnicos excelentes, capacitadísimos —médicos, ingenieros, arquitectos, dentistas,
fisioterapeutas, por ejemplo—, a los que no les cuesta ningún esfuerzo encontrar
trabajo en otros países y codearse con los mejores; sin
embargo, al menos en el campo de las humanidades y ciencias sociales, no atinan a formar buenos científicos que puedan enseñarles algo valioso a
los de otros sitios.
—¿Por qué?
—Tal vez porque la sociedad no siente que esas disciplinas
tengan importancia ni den brillo social o económico: de ahí que acaben en ellas
los alumnos más torpes del bachillerato, y que la formación que reciben no sea
precisamente exquisita: ¿qué más da si a lo máximo que aspiran es a ser
profesores, periodistas o políticos!
—Que usted ha sido profesor…
—Porque no era de los más listos en la clase del instituto.
No sé si lo dice en serio; él prosigue:
—Y porque he sido profesor he visto a graduados que no saben
citar, que pastan en la Wikipedia sin escrúpulos y que fusilan con desparpajo
cualquier vertedero que hallen en la web. Ni se les cae la cara de vergüenza ni
sus profesores han puesto excesivo empeño en corregirlos.
Como estamos entrando en terreno pantanoso, cambio de
tercio:
—¿Y los buenos modales?
—De eso hablo. Los buenos modales conducen a pedir permiso,
a dar las gracias, a disculparnos aunque no tengamos la culpa, a sobrestimar
los méritos ajenos…
—De boquilla, don Juan.
—Bueno. Pero se trata de una vaselina eficaz para lubricar
las relaciones sociales. En cambio, la gente grosera y basta, que no repara en
tales minucias, se nos hace sumamente desagradable.
—El plagio, entonces, ¿es cosa de gente a medio civilizar?
—Claro. De gente que no tiene ni echa de menos el respeto y
la consideración por el prójimo: igual que quienes se cuelan en la fila del
supermercado. Y en cuanto pagan, aunque sea una cantidad simbólica, no hay
quien les tosa…
—¿Qué quiere decir?
—¿Han estado ustedes en un buffet libre? ¿Han visto
cómo algunos colman los platos? Pues muchos plagiarios gozan de modales
semejantes: creen que, por haber comprado un libro —o haberlo fotocopiado— o
por haber pagado una conexión a internet, nada les impide comer a tragantadas
hasta reventar: las sutilezas esas de la propiedad intelectual se quedan para
melindrosos.
—Plagiar es robar: no hay que darle vueltas —corrige el
culto.
—Desde el punto de vista moral o jurídico; pero ahí no
entramos. Para nosotros, que desconocemos las ciencias jurídicas y no
damos lecciones a nadie, el plagio es mucho más: una imperdonable vulgaridad,
una falta de respeto… y un homenaje.
—¿Homenaje?
—Al plagiado: implícitamente el plagiario lo reconoce
superior; ahora bien, el homenaje se acaba al incurrir en la descortesía de
saquearlo sin miramientos. En cambio, a los hipotéticos lectores el plagiario
nos menosprecia desde el principio: da por hecho que ninguno advertirá la falta
de educación…
—Y acierta —se entromete el cínico—: solo las nuevas
tecnologías la ven.
Don Juan asiente con un gesto; continúa:
—Acaso porque en realidad no hay ya lectores solventes: se
producen tan desmesuradas —y quizá tan inanes— cantidades de literatura
académica que nadie lee con el sosiego y la seriedad debidos. De eso el
plagiario sí es plenamente consciente: las posibilidades de que lo cacen son
escasísimas.
Uno de los que no estamos en esto pregunta asombrado:
—¿Ni siquiera leen los miembros de los tribunales de
doctorado?
—Rigurosamente, pocas veces. Además, suelen ser amigos.
El lego insiste:
—¿Los plagiarios cuentan con que nadie los leerá y se toman
la molestia de escribir? ¿Por qué lo hacen?
—¿Escribir? Para añadir un renglón al currículo.
—¿Y plagiar?
—Por ordinarios y vulgares, por incultos, por perezosos… y
porque al final carece de importancia.
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