Cuando llego a la tertulia —tarde, porque me han entretenido
compromisos familiares— don Juan habla de Clausewitz. A mí el apellido este me
suena, pero, si tuviera que orientar a alguien sobre el personaje, me iba a ver
negro. De modo que disimuladamente recurro a la Wikipedia en el teléfono, biblioteca de Alejandría portátil: Clausewitz fue un militar prusiano que vivió
entre los siglos XVIII y XIX, participó en las guerras napoleónicas, murió prematuramente
a causa de una epidemia de cólera y dejó para la posteridad un libro
mastodóntico dedicado a reflexionar sobre la guerra, desde el punto de vista
estrictamente militar —tácticas, estrategias y esas cosas—, por supuesto, pero
también desde otros muchos que atañen a la completa y compleja condición
humana. Informado nebulosamente del asunto, vuelvo a la charla. Don Juan
va diciendo:
—Si Clausewitz lleva razón en que la guerra es la política por otros medios, quizá pudiéramos afirmar
igualmente que la política es la guerra por otros medios.
En la tertulia hay amigos cultos; uno replica:
—Eso no es decir mucho, don Juan. Acaso en el mundo
primitivo, previo a la civilización o de civilización incipiente, la guerra
fuera la única forma de política. No tardando mucho, incluso en momentos de
barbarie extrema u ofuscación, la guerra pasó a ser solo el instrumento último
de la política. Y en la comunidad de países avanzados
actuales no solo es último, sino indeseado —por lo menos de boquilla—: rara vez
se atreve alguno a decir que la usará para lograr objetivos políticos.
—Pero, si no la guerra cruda, sí empleará los procedimientos
de la guerra para lograrlos. Por eso a Clausewitz o a Sun Tzu los estudian en
las escuelas de negocios. Y tal vez se hallen en la mesita de noche de algunos
políticos profesionales.
—Pocos políticos leen —se atreve a afirmar un desencantado.
—Nosotros tampoco leemos mucho —replica el cínico.
Don Juan y el amigo culto prosiguen el debate sin descender
a estas gramas:
—Fíjese en el Partido Popular —prosigue don Juan—. Desde los
tiempos de Aznar ha tenido un solo objetivo político: hacerse con todo el poder,
abolir de facto la separación de
poderes. Para lograrlo ha identificado bien al enemigo —básicamente el PSOE y,
en segundo término, los nacionalistas—; ha procurado la cohesión interna
excitando las pasiones de los propios; y ha creado un ejército bien
jerarquizado, de disciplina férrea, en el que la lealtad de los inferiores
hacia los superiores era una especie de pacto de vasallaje: te protejo y premio
si me eres fiel y me sirves como deseo. Naturalmente, en pos del fin no le
hacían ascos a ningún medio.
—No les ha ido mal.
—Hasta ahora. El éxito no dura indefinidamente, y el Partido
Popular ha emprendido la cuesta abajo.
—Explíquenos eso —suplica alguien que no termina de
entender.
—De una parte, el enemigo tradicional —el PSOE—, por
incomparecencia, ha dejado de serlo. El nuevo enemigo —los secesionistas
catalanes—, antes más retórico que otra cosa, ha conseguido desconcertarlo y
obligarlo a cometer errores pueriles; el entusiasmo que suscitaba entre los
propios va disipándose porque han aparecido en el panorama político opciones
tan buenas o mejores —Ciudadanos— de conseguir lo mismo; y la cohesión
interna —cansancio, falta de líderes, mezquindades— comienza a
desmoronarse y a dejar al aire entresijos demasiado sucios: medios espurios
de lograr fines legítimos.
—¿A qué se refiere? —pregunta el mismo.
—A eso que llaman eufemísticamente financiación irregular, entre otras cosas que otro día comentaremos:
pretender ganar las elecciones es legítimo; pagar las campañas con dinero
turbio no lo es.
—Es decir, que ha empezado usted en Clausewitz para acabar
en Ricardo Costa.
—Ricardo Costa es un infeliz, un alma cándida que creía
servir lealmente a los superiores y a la causa y que seguramente no se ha
llevado un euro. Compárelo con Correa, Crespo, Bárcenas, el Bigotes…
—O con Rajoy…
—O con Rajoy —que tampoco se habrá llevado ni un euro: igual que a Costa no le hace falta—. El presidente del Gobierno es el ejemplo más
claro de cuanto les he dicho: excelente táctico, ejemplo de prudencia,
favorecido por la suerte… En circunstancias peores ha alcanzado lo que ni
siquiera Aznar consiguió. Ahora bien: parece que la estrella de Rajoy declina.
—¿Perderá las elecciones?
—Para no perderlas, las convocará cuando más le convenga.
Sin embargo, no son las elecciones su problema principal.
—¿Cuál es?
—Que gentes como Costa, y de ahí para arriba, se vayan de la
lengua, y que lo de Puigdemont se lo dejen otra vez a Zoido.
La tertulia se está alargando. Llegué tarde; me salgo antes
de que termine; creo que conozco el final: Rajoy no es Clausewitz, aunque alguna
vez lo haya soñado.
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