Don Juan llevaba más de un mes sin venir a Almagro; y,
aunque nunca pierde el contacto con el pueblo de la hija y los nietos, se nota que
está deseando tomarle el pulso personalmente. Es temprano todavía en
este domingo del Corpus —uno
de aquellos tres jueves relucientes de antaño: ¿quién se acuerda de
ellos?—; vamos paseando por calles de donde milagrosamente han desaparecido los
coches; entre los escasos viandantes que acuden a comprar el periódico o a
desayunar en los bares de la plaza, grupos de personas se afanan —unos con más
acierto que otros— en preparar y decorar los altares para la procesión.
En todos se para un poco don Juan a hablar con la gente: hace preguntas
triviales —pero él nunca da puntada sin hilo— sobre los adornos, sobre las
imágenes, sobre las telas, sobre las plantas aromáticas —el campo de su
infancia acarreado a la ciudad— y los pétalos de rosa que extienden por el
suelo... Entre altar y altar me pregunta a mí por las elecciones, por el
festival que es ya inminente, por las casas que se hunden a chorros envilecidas
de palomas: la curiosidad de don Juan nunca se sacia. Entramos en la iglesia de
Madre de Dios; nos sentamos en un banco ajenos al trajín de los preparativos;
el frescor del templo, su contundente amplitud de refugio, la luz sedante que
lo llena... todo invita a la paz del alma, incluso al ascenso espiritual. Salvo
la nueva decoración. En voz baja —un susurro como de rezo— don Juan enumera las
ignorantes heridas que, con la mejor intención, le han infligido quienes
deberían cuidar de ella. Por suerte, ninguna es irreversible. Después de un
buen rato inventariando horrores —son muchos—, salimos a la calle. Don Juan
musita:
—Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
—Deberían saberlo —me atrevo a apuntar.
—Y, si ellos no lo saben, las autoridades civiles podrían
recordárselo. Las iglesias son de la Iglesia, por supuesto, pero son también
patrimonio común de todos los españoles, que de diversas maneras contribuimos a
mantenerlas. Ya que la Iglesia ha perdido el buen gusto que otras veces tuvo
—don Juan exagera un poco— alguien con criterio y conocimiento tendría que
evitarle incurrir en alardes de vulgaridad como los que acabamos de ver. ¡Menos
mal que quien levantó estos edificios los hizo casi invulnerables, resistentes
a dosis altas de incuria y de barbarie!
Con el sol ya muy alto, llegamos a la plaza; tomamos un
café, leemos el periódico, me cuenta el viaje por Europa oriental... La plaza
se ha llenado de gente endomingada que espera la procesión.
—¿Y si nos acercamos al Corregidor, que estará fresquito y
vacío...?
Don Juan, aunque
la vaticinó hace meses, no está enterado aún de la desgracia.
—El Corregidor ha cerrado —le digo, aparentando
indiferencia.
Tarda un rato en reaccionar.
—El fin del Corregidor es más grave para Almagro que lo
perpetrado en Madre de Dios. Durante varios lustros alzó la hostelería
almagreña a cumbres muy altas, cuidando los detalles, dando buen servicio,
haciendo de la calidad una divisa irrenunciable. Él solo ha traído a muchos
visitantes, que luego se han llevado de nosotros un recuerdo de elegancia y
refinamiento poco frecuentes en estas tierras, y han sido eficaces
propagandistas de los atractivos del pueblo. Como pasó cuando el Ches, también
aquí perdemos mucho. Una lástima...
Don Juan suspira con melancolía.
—A nosotros —le digo por consolarlo— nos quedará la memoria
de innumerables ratos de conversación, de buenas copas bien puestas, y de
bastantes comidas exquisitas.
—La vida se va reduciendo a recuerdos. ¿Dónde pasaremos las
tardes invernales? ¿Desde dónde veremos los crepúsculos dorados en San
Bartolomé? ¿A dónde irá el cielo azul del estío acribillado de vencejos? ¿El
relámpago rojo de los cernícalos primilla...?
—Don Juan, don Juan —lo freno—, que se despeña usted por la
pendiente del lirismo y se estrellará...
Me mira con afecto; ríe francamente.
—Las desgracias nunca vienes solas: derribaron el nido de
las cigüeñas —¿quién? ¿por qué? ¿de dónde saldría esa saña gratuita que tanto
se parece al sadismo?— y fue como un presagio de esta otra catástrofe tan
cercana.
—Ojalá alguien se anime a tomar el relevo —expreso un deseo
tibio, sin demasiada convicción.
—Hasta ahora —él es más pesimista— todos los epígonos que le
han ido saliendo se han quedado en el precio o en lo más kitsch de la
decoración. No ha creado escuela: pruebe usted a pedir una copa de buen coñá en
cualquier bar de la plaza y podrá comprobarlo.
En silencio, a la contra de la procesión, nos acercamos a un
bar nuevo de la ronda. Bebemos vino malo, pero las tapas, eso sí, son recias,
genuinamente manchegas: en quinientos metros hemos retrocedido
cuarenta años.
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