Hoy
llevan a la Virgen al santuario: Almagro está vacío. Don Juan, que
es poco religioso, tiene gran respeto por las personas religiosas
—por las religiones, menos, y ninguno por los que quieren imponer
su religión— y mucha curiosidad por las prácticas religiosas, un
fenómeno humano de carácter casi general que da buenas pistas para
entender los grupos sociales. Por eso hubiera querido acompañar a la
Virgen y a los romeros hasta las Nieves; sin embargo, a mí me ha
surgido un pequeño contratiempo que ha hecho imposible su propósito.
De modo que aquí estamos, en el pueblo desierto, vagando como
fantasmas por calles de puertas cerradas en que las únicas formas de
vida son las aves del cielo y algún gato que se despereza
indiferente a nuestro paso. En los pocos bares abiertos, ejemplo de
optimismo, desganados turistas andaluces matan la tarde a tragos de
gintónics, y camareros aburridos se entretienen con el fútbol de la
tele. Ninguna de las dos cosas nos seduce.
Damos
un paseo. Sin haberlo pensado, estamos en la calle de las Cruces. Don
Juan se acuerda del mirador que hubo en el número nueve, una pequeña
maravilla de Fisac que la ignorancia municipal o el exceso de celo
ordenancista o el cobro mezquino de deudas antiguas —o las tres
cosas a la vez— abolieron expeditivamente. La tarde se pone
elegíaca.
—Don
Juan, los pueblos son como las personas: a lo largo de la vida se
pierden cosas y se ganan cosas. Vaya lo uno por lo otro.
—Sí,
claro, pero hay que ver lo que se pierde y lo que se gana. Yo no
quiero que Almagro se convierta en un fósil para deleite de
arqueólogos ni en un parque temático que abre cuando llegan los
turistas, cierra cuando se van y es una caricatura triste de la vida
como lo son los animales disecados. Quiero que Almagro siga siendo un
pueblo, es decir, un ámbito cálido, acogedor, hospitalario para las
gentes que aquí viven y seductor para los que venimos de vez en
cuando.
—Lo
es, don Juan. Por eso yo vivo aquí y usted viene casi todas las
semanas.
—Lleva
usted razón. Yo vengo por mi hija y por mis nietos, pero si vivieran
en otro sitio no sé si los visitaría tan a menudo. Aun así, a
veces pienso que los almagreños —vaya usted a saber por qué—
valoran poco lo que tienen. Les pasa como a las gentes de mi pueblo
cuando llegó el plástico, hará cincuenta o sesenta años:
cambiaron los lebrillos, las orzas, las cazuelas, los cántaros por
recipientes industriales sin alma. Y hasta el cura trocó, a pelo,
leccionarios por cubos de fregona. Era lo moderno: los espabilados se
aprovecharon de ello.
No
sé que objetar viendo algunas casas que nos salen al paso, dignas de
Alcorcón o de cierto pueblo que nos pilla más cerca.
—Las
ciudades tienen que renovarse, las casas tienen que renovarse. Así
ha sido siempre: si las familias son distintas, las casas deben ser
distintas; si no hay ya bestias, no tiene que haber cuadras; si
tenemos calefacción, la casa no ha que girar alrededor de la cocina;
habiendo cuartos de baño, el corral nos hace menos falta... Pero
¿qué trabajo cuesta cambiar con gusto? ¿Por qué no elegir bien
los modelos? ¿Por qué, en lugar de escamochar el árbol, no lo
vamos guiando armoniosamente?
Llegamos
a un barrio de adosados en que don Juan no sabe qué lamentar más:
si la unanimidad militar de casi todas las viviendas o el esfuerzo
lastimoso de alguna por diferenciarse del resto. Huyendo del horror,
vamos hacia la plaza.
—Muchas
casas de Almagro, vacías, se caen. Tienen la culpa la dejadez de
muchos, la codicia de alguno, la ignorancia. Las autoridades deberían
hacer algo para compaginar conservación con renovación. En otras
partes se ha hecho: aprendamos. Pero siempre ha habido ciudadanos
conscientes que, por su cuenta y sin estímulo, obran bien:
propietarios que no se dejan seducir por la especulación, gentes de
buen gusto, arquitectos que conocen su oficio. Ahora también los
hay. Gracias a ellos, Almagro perdura.
Y
don Juan me pone ejemplos: en la calle de Santa Ana, en la de la
Clavería, en la de la Azucena, en San Pedro... Levadura evangélica,
dice.
Ojalá
fermente y comunique su fuerza a toda la masa.
*** *** ***
P. S.: Al despedirnos le digo a don Juan que el martes pasado el blog alcanzó las 1.000 visitas. No parece darle gran importancia, pero yo sí: Muchas gracias a todos los que nos soportan. Que Dios les premie esta obra de misericordia.
Totalmente de acuerdo.
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