Don Juan, claro está, no acude a los plenos del ayuntamiento ni se toma la molestia de oírlos por la radio. Sin embargo, a veces pregunta por ellos: cabe la posibilidad más o menos remota de que la vida verdadera de los ciudadanos y la perdurable de la ciudad encuentre allí un huequecillo entre farfolla de retórica pedestre, recuelos de disputas políticas rastreras venidas de lejos y egos concejales tan hinchados como otros que se sientan en sillones muy altos. Hoy le contamos la dimisión de don Francisco Barba.
Don Juan se asombra; pregunta incrédulo:
—¿En el último pleno? ¿A dos meses de las elecciones? ¿Por qué?
—Él sabrá. Y usted: ¿no decía hace poco que el nombramiento de la candidata del Partido Popular había producido damnificados? Pues ahí va el primero.
—Casi siempre que hay más santos que nichos los santos se pelean por pillar alguno: es comprensible. Pero no me esperaba el portazo de Barba: no parece hombre proclive a los exabruptos, sino todo lo contrario: moderado, de paz.
—Pues algo debe haberle escocido, y no poco.
—Creo que el Partido Popular ha hecho mal en prescindir de Barba. Lleva tiempo de concejal; ha servido a los almagreños y al partido lealmente; se ha encargado de las pequeñeces que no tienen sitio en la retórica ampulosa pero facilitan la vida si se arreglan o la incomodan si no. Es decir, él ha sido, por excelencia y durante muchos años, el concejal de la prosa: el que se ocupaba de los baches, de las farolas que no alumbran, de los árboles que no se podan o los jardines que no se riegan, de las alcantarillas, de la limpieza…
—El Partido Popular querrá verso: más glamur —aventura el cínico.
—Quizá. Pero incurre en un pecado muy común de la política española, y hasta de la mundial: un pecado en el que con frecuencia incurrimos todos.
—¿Cuál, don Juan?
—Confundir la inteligencia con la cultura y el talento con la elocuencia.
—Explíquese.
—Les he hablado en muchas ocasiones de los asnos cargados de libros. Ahora viene a cuento: la inteligencia es la capacidad de ver el mundo, empezando por el más próximo, y comprenderlo; es, por tanto, la capacidad de calibrar de manera precisa las dimensiones de un asunto y hallar cómo abordarlas de la mejor forma. A tal efecto, la cultura no estorba, pero tampoco resulta imprescindible. Y además hay casos —conocemos varios— en que eso que llamamos cultura es apenas un barniz brillante que disfraza la inanidad de lo que hay debajo.
—Tampoco conviene generalizar, don Juan: no todos los cultos son asnos cargados de libros ni todos los incultos gozan de una inteligencia agudísima —matiza alguien que, en lugar de son, ha estado a punto de decir somos.
—En efecto: hay que mirar caso por caso.
—Adelante.
Don Juan escurre el bulto:
Don Juan escurre el bulto:
—Otro día.
—Continúe entonces con la explicación.
—¿Se acuerdan de las Cortes de Toledo en el Cantar de Mio Cid?
Nos miramos perplejos.
—¿Por las ramas de nuevo, don Juan?
—No, amigos. Uno de los guerreros del Cid era su sobrino Pedro Bermúdez, hombre taciturno. El tío, en broma, le llamaba Pedro Mudo. Cuando los del Cid desafían a los infantes de Carrión, a Bermúdez le da vergüenza pedir la palabra. El Cid lo anima: Habla, Pedro Mudo, varón que tanto callas. Finalmente se atreve; las palabras le salen a trompicones; tacha de mentiroso a Fernando González, lo reta; le reprocha que sea galán, pero cobarde, y acaba lapidario: ¿Lengua sin manos, cómo osas hablar? ¿Cuántas lenguas sin manos conocen ustedes en el Partido Popular y alrededores? ¿Qué prefieren, la palabrería o la eficiencia? ¿Acierta el Partido Popular prescindiendo de unas manos bien acreditadas?
La tertulia debe estar llena de Pedros Mudos; nadie contesta: acaso porque la elocuencia es muy prestigiosa. Finalmente el culto alza el dedo:
—Bermúdez no dice galán, dice hermoso.
—Viene a ser lo mismo. Miren a Adolfo Suárez.
—¿Por qué?
—Porque Suárez representa a la perfección dos pecados también muy frecuentes: creer que las virtudes paternas se heredan automáticamente, y fiarse de las apariencias. El nuevo Partido Popular se empecina en ellos.
—Deberían estar escarmentados —apunta el rojo.
—¿Escarmentados?
—Claro. Que este Adolfo Suárez en poco se parece al padre es cosa probada desde que compitió con Bono hace quince o veinte años; ahora, él mismo se empeña todos los días en corroborarlo.
—Y ha hecho por el Partido Popular menos que Barba: cuando vienen mal dadas, escurrir el bulto; cuando aprecia ocasión de medrar, sacar pecho —asegura el conservador.
—Y ha hecho por el Partido Popular menos que Barba: cuando vienen mal dadas, escurrir el bulto; cuando aprecia ocasión de medrar, sacar pecho —asegura el conservador.
—Entonces, ¿por qué Casado lo sienta a su derecha?
—Compartirán cualidades.
—Eso será.
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