domingo, 7 de abril de 2019

¿Debates?

—Quién sabe de dónde saldrán las opiniones que cada uno de nosotros lleva a cuestas —dice el escéptico con una mezcla de fatal resignación y desconfianza antropológica.
—De dónde van a salir: de la cabeza —replica el optimista.
—Qué más quisiéramos.
En la tertulia hay diferentes puntos de vista sobre casi todo; las opiniones divergen con frecuencia hasta hacerse contradictorias; no faltan la ironía, las pullas, los puyazos, las preguntas capciosas; sin embargo, aunque la discusión no siempre llegue a deliberativa —qué se le va a hacer—, rara vez se encrespa y las formas no se pierden nunca.
—¿Qué cree usted, don Juan?
—Que, efectivamente, nunca se deben perder las formas.
—Digo de las opiniones.
Don Juan finge extrañeza:
—Ah, las opiniones… Que escasas veces se forjan racionalmente en la cabeza del que las alberga.
—¿Alberga?
—Cada época tiene sus propios estilemas: una especie de marcas de habla que permiten identificarlas de inmediato. Si piensan en lacra socialmarco incomparable o señoras y señores, pongo por caso, se verán transportados a la mediana edad, a la juventud y a la adolescencia como por arte de magia. Pues bien, cuando eran ustedes niños, en tiempos de la pertinaz sequíaalbergar opiniones era una expresión común; o sea, las opiniones —huéspedes, no hijos— se alojaban por temporadas en los individuos, quizá de manera delicadamente invasiva.
—¿Por qué?
—Porque a menudo las opiniones —primos lejanos que vienen de visita: a ver quién los echa— se nos imponen: llegan, se instalan, nos conducen, nos manejan, se marchan…
—No es eso lo que creemos la mayoría.
—Ustedes sabrán. Cuando dominamos bien un asunto tras haberle dedicado tiempo de estudio y reflexión, de aprendizaje, podemos hacernos una opinión fundada, que seremos capaces de argumentar sólidamente. Ahora bien, sobre la mayoría de las cuestiones debatidas —es una forma de hablar— en cada momento de la actualidad poseemos conocimientos superficiales, luego nos costará mucho lograr una opinión consistente al respecto: es más cómodo y más rápido adoptar —otro verbo transparente— una opinión ya hecha y albergarla mientras la precisemos. Después, la desechamos sin pesar ninguno.
—Don Juan…
—Mírense al espejo, miren alrededor. ¿Qué saben ustedes, por ejemplo, de la famosa Colección Polo? Lo mismo que yo: nada. Por lo tanto, si quieren meter baza cuando salga en la conversación, se verán obligados a tomarles prestada una opinión favorable a los partidarios o una desfavorable a los detractores.
—Naturalmente: previo estudio —insiste el optimista.
—Ojalá. Esa habría de ser la situación ideal, y a ella van unas pocas mentes honradas y cabales. Sin embargo, para alcanzarla han de darse dos condiciones imprescindibles. La primera, que quienes sí tienen conocimientos y opiniones fundadas nos hagan la merced de exponérnoslos clara y verazmente; y la segunda, que nosotros estemos dispuestos a oírlos con atención y sin prejuicios. Lamentablemente, las dos condiciones no suelen darse la mano.
—¿Y eso?
—Ni los que saben son siempre honrados, ni a quienes reposamos tan a gusto en la hamaca de la ignorancia nos apetece abandonarla diligentes: resulta más cómodo albergar a la ligera opiniones eventuales.
—Entonces, ¿es imposible el debate público?
—Casi siempre es inútil el debate sobre la cosa pública; pero no importa. Ahí bastan tres o cuatro certezas en las que estamos obligados a permanecer firmes e intransigentes: en tanto no haya damnificados, cuantos más derechos mejor; los prejuicios propios —las creencias del tipo que sean— rigen solo en el ámbito privado; todas las personas son absolutamente respetables, ninguna idea lo es absolutamente… en lo demás, que cada uno opine y vote lo que quiera: mientras haya derechos, libertades, separación de poderes y elecciones, ninguna equivocación es definitiva, puesto que a los cuatro años cabe rectificar…
—¿Y en las discusiones privadas?
—En las discusiones privadas hay que saber con quién nos gastamos los cuartos.
—¿Qué quiere decir?
—Que debemos ser cautos. Así, no hay que discutir con ignorantes; hasta no comprobar perfectamente que andan errados, tampoco hay que discutir con quien nos considera ignorantes; no hay que porfiar con tercos; no hay que entrar en polémica con quien carece de sentido del humor, con quien no usa la ironía ni es capaz de entender los sentidos figurados; el significado literal de lo que se dice no es nunca todo lo que se dice, ahora bien, no escudriñemos las intenciones —siempre incógnitas, claro— del que habla; jamás descartemos la propia ignorancia; aceptemos en el otro la misma buena fe que en nosotros mismos; estemos abiertos a cambiar de opinión…
—Don Juan, que eso lo sabe todo el mundo…
—Pues apenas lo noto últimamente.
De vuelta a casa pienso entre mí que don Juan lleva un tiempo muy pesimista: ¿le ocurrirá algo o será la vejez?


1 comentario:

  1. Si es un lujoso placer (o viceversa: un lujo placentero) su arte de conversar, cuando el asunto versa sobre la conversación y el patio de los opinadores, la satisfacción llega a iluminar el tópico de la miel sobre hojuelas, aunque la dieta de la edad no nos permita demorarnos demasiado en metáforas dulces. Pero el placer aquí está. Que conste.

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