domingo, 14 de abril de 2019

Semana Santa y campaña electoral

Con el tono entre displicente y retador de quien conoce por anticipado la respuesta y espera usarla enseguida para derribar al adversario, el rojo pregunta:
—¿De quién es la calle?
La tarde mullida del Domingo de Ramos, la suave laxitud que invade al grupo tras haber rematado la primera etapa de la Semana Santa, invitan más a la fraternidad socarrona que a la controversia trascendente: nadie quiere guerra. El cínico responde:
—Mía.
—Que tú no eres Fraga, hombre.
Sobre alfombras de mugre, las mesas alrededor exhiben impúdicas los restos de la procesión de las palmas: pilas de platos sucios, torres de vasos vacíos, parvas de servilletas arrugadas, charcos de bebidas pegajosas; en la barra, tras constatar sin remordimiento que hoy no comerán en casa, muchos reinciden en las rondas de botellines o se mudan —que es hora— a las bebidas destiladas; los niños gritan; los bebés duermen; los vestidos se arrugan; las corbatas se sueltan; el ruido no remite pero, aunque es media tarde, ha adquirido ya la inconsistencia flácida de las madrugadas alcohólicas.
—La calle, no lo sé; la plaza, de los hosteleros.
—Y de los bebedores.
—O sea, nuestra.
—De todos.
El rojo se frota las manos; da un trago al Macallan; se relame; sonríe:
—Ahí quería yo llegar.
—¿Adónde?
—A que la calle es de todos.
—Pues para ese viaje…
—Quiero decir que la calle es de todos, pero se la apropian unos pocos: la usurpan, nos la roban.
—Qué barbaridad.
—¿Barbaridad? ¡El evangelio!
—No he visto que hayan echado a nadie: innumerables y muy juntos, eso sí, cuantos quieren aquí están.
El rojo insiste en la displicencia:
—Pareces ciego.
—Veo perfectamente.
Don Juan apacigua:
—Acaso nuestro amigo se refiera a otro tipo de apropiación. Hemos hablado varias veces de que los espacios públicos, porque en ellos se cruzan diversos intereses, son con frecuencia lugares de conflicto. En Almagro, por ejemplo, los que pretendan visibilidad y clientela acudirán a la plaza: de ahí que haya roces, explícitos o en sordina. Pero existe una forma simbólica, no física, de ocupación de los espacios públicos, igualmente eficaz y también potencialmente conflictiva, en la que apenas se repara: la que preocupa a nuestro amigo, creo.
El rojo asiente. Uno se queja:
—Descienda, don Juan, que no estamos para sutilezas.
—Ahora coinciden la Semana Santa y la campaña electoral: ¿adónde se retraen pudorosos los símbolos civiles de la campaña electoral? Al extrarradio y al lazareto de la fachada de San Agustín. ¿Dónde se exhiben ostentosos los símbolos de la Semana Santa? Por todas partes. En países más civilizados —usa la palabra aposta: la recalca— lo civil, que concierne al conjunto de los ciudadanos sin exclusión, logra preferencia; aquí, en cambio, lo religioso, que concierne a una sección más o menos amplia pero menguante de ellos, se desborda: nos abruma. Al amigo le disgusta.
Interviene el conservador:
—La Semana Santa se halla firmemente arraigada en el alma del pueblo: sus raíces, perdurables, son más profundas que las de los sistemas políticos, cambiantes. ¿Quién osará perturbar la belleza sublime de los pasos con pancartas pidiendo el voto? Nadie en su sano juicio.
El rojo contradice:
—Los que beben botellines sin mesura y empuercan plaza y bares también mancillan la sublime belleza cofrade. No se meten con ellos. ¿Sabes por qué?
—Explícamelo.
—Porque estos transgreden las normas religiosas: no las impugnan ni pretenden abolirlas.
—Los partidos tampoco, me parece precisa alguien.
—Por desgracia. Y hasta se retiran sigilosamente a los márgenes y ceden el corazón de los espacios públicos a las manifestaciones —obviamente religiosas— de la Semana Santa: sin que nadie se lo pida, motu proprio. Rendición completa, retirada vergonzosa.
—Por algo será.
El rojo se crece:
—Sí. Caben tres posibilidades a cual más lamentable: o los partidos políticos no se sienten con fuerzas para erguirse, siquiera simbólicamente y de igual a igual, ante lo religioso: malo; o reculan porque están seguros de que la sociedad no toleraría tanta arrogancia: peor; o unos y otra aceptan mansamente la supremacía de lo religioso sobre lo civil: pésimo.
—Exageras. En los partidos políticos, incluso en los más laicos, proliferan cofrades y capillitas: conocemos a algunos. Y se asume con naturalidad.
—Os lo he dicho: porque la Semana Santa está firmemente arraigada en el alma del pueblo —vuelve el conservador.
—Y porque estamos a medio civilizar.
—Luego desvarían —observa un sensato— quienes dicen que la Semana Santa corre peligro. ¿No, don Juan?
—Desvarían: aquí tienen la muestra. Ahora bien, si perseveran en el desvarío será porque les resulte provechoso.
—¿Le parece bien?
—Me parecen mal las trampas y los señuelos preventivos. De lo demás hablaremos cuando acabe.
Pienso entre mí que no lleva trazas de acabar.

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