domingo, 21 de abril de 2019

¿Por qué lloran los cofrades?

Antes llovía más y se lloraba menos. A lo mejor las dos cosas iban en el lote o a lo mejor no. A lo mejor la primera se debe al cambio climático y la segunda brotaba del heteropatriarcado: quién sabe. El caso es que llorar por nimiedades estaba muy mal visto; de modo que —a nosotros: viejos— no nos extraña la pregunta atónita del despistado:
—¿Por qué lloran los cofrades?
—Porque en Sevilla lloran —responde mordaz el cínico.
—No, hombre: porque llueve.
—¿Porque llueve? ¿Con la falta que hace?
—¿Lo ves? Nadie llora cuando le dan lo que precisa.
—Los cofrades precisan las procesiones por encima de todo: si no las hay se frustran.
—¿Como niños caprichosos?
—Quizá. Pero me inclino más por lo de Sevilla. ¿Que allí lloran? Pues aquí también.
—¿Don Juan?
—Sevilla.
—¿Y el agua?
—Supongo que entre quienes acuden a una procesión habrá gente de muchas clases. Se me ocurren tres: los que ceden desganados a una pejiguera reiterada: para ellos la lluvia es un alivio; los católicos sinceros que creen en la Divina Providencia y aceptan la lluvia como lo mejor que puede pasar, puesto que Dios lo ha querido así; y los que —al margen de la iglesia y hasta de la fe— juegan muy seriamente a ser nazarenos, armaos o costaleros. Estos últimos han estado semanas entrenándose, jugando a que jugaban; al llegar el momento del juego verdadero —El Día más Grande del Año, dice uno— el tiempo les obliga a desistir: entendemos el disgusto.
—¿Hasta llorar?
—Hasta llorar no: el llanto es influencia sevillana. El ombligo de la Semana Santa está en Sevilla: allí se crean y desde allí se expanden los usos y las modas que se difundirán en ondas, progresivamente más débiles, todo alrededor. Acaso haya sitios que opongan resistencia, aquí ninguna: se acepta sin rechistar y con entusiasmo lo que venga de Sevilla. No entremos en terreno pantanoso, quedémonos solo en el habla: ¿se han dado cuenta de cómo, a partir de procesión, se ha generalizado el verbo procesionar? Antes, al paso lo sacaban en procesión; ahora el paso procesiona solo. ¿Se han percatado de que las procesiones se hallan en franca decadencia? ¿Que ya solo vemos cortejos procesionales y, cada vez más, estaciones de penitencia? ¿Han oído hablar de exornos florales? ¿De Codal de Plata? ¿Qué es un codal? ¿Se han fijado en el acento sevillano —¡Ámoh p’arriba, valiénteh!— de los capataces? ¿Cuándo desaparecieron los hermanos de las hermandades para quedarnos solo con los cofrades de las cofradías? No seguiremos, que la lista se haría inacabable. Pero en ella entra de pleno derecho el llanto cofrade cuando las circunstancias climatológicas —así lo dicen— impiden la estación de penitencia: hombretones hechos y derechos lloran desconsolados, los pobres. ¿Van a ser menos los de aquí? De ninguna manera: hay que llorar, y llorar visiblemente, a moco tendido.
—¿Todos lloran?
—Unos más y otros menos: cuanto más asevillanados estén, más. Ahora bien, nadie queda inmune a la infección: ayer vimos —lágrimas en la lluvia— el llanto militar de algún armao.
—Y a usted ¿qué le parece?
—Inevitable y duradero, aunque no eterno.
—Explíquese.
—Quiero decir que en todos los aspectos de la vida cultural —entendiendo ortodoxamente por cultura cualquier cosa que no venga forzada por la naturaleza— hay centros y periferias. En lo que se refiere a la Semana Santa nosotros somos periferia mansa; Sevilla, centro firme y potente. Mientras se mantenga tal estado de cosas, haremos servilmente lo que hagan en Sevilla: no vale la pena lamentarlo ni oponerse, porque es tan inevitable como la lluvia, que cae cuando quiere. Considerando la pujanza de Sevilla —feraz, incansable, entusiasta, expansiva—, las cosas seguirán así bastantes lustros —que duerman tranquilos los voxeadores—, pero no indefinidamente: la suerte ha de cambiar pronto o tarde y, entonces, el estilo sevillano se considerará tan ridículo como los pantalones campana y el mueble provenzal.
—¿Lo veremos?
—No. Ni nuestros hijos, probablemente.
—¿Hacemos algo?
—Nada. Si queremos, huir o encerrarnos en casa. Si queremos, mirar con atención, curiosidad y una pizca de ironía. Si queremos, beber botellines sin tasa como hacen tantos. Y, por supuesto, no juzgar: hagamos lo que nos dé la gana y que el prójimo haga lo que le dé la gana.
—Pero, volviendo al llanto…
—Lo mismo. Si un cursi plañó orinocos en la muerte de Chávez, ¿qué pasa porque el llanto de los armaos y otros cofrades crezca en diluvio?, ¿porque los costaleros murmuren con dolor su desconsuelo al tiempo que la Mosa, el Rin, el Tajo y el Danubio? Al fin y al cabo, la tripa tienen atada, el campo necesita lluvia y los pantanos están medio vacíos.

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