Don Juan cumplió el viernes setenta y siete años. Otras veces nos ha convidado a comer y le hemos hecho algún regalo conforme a sus
intereses, casi siempre libros. Este año, por la enfermedad, la celebración ha
quedado orillada: ya la recuperaremos. Con todo, como le han dado unos días de
descanso en el tratamiento, se ha venido a Almagro a ver a la familia. Llegó en
el tren la mañana del cumpleaños; comió con la hija y los nietos; se echó la
siesta; a media tarde dimos un paseo por el pueblo comentando las novedades.
Está demacrado, pálido, pero se le ve de buen ánimo; no ha perdido el
humor y tiene más fuerzas de las que aparenta: el paseo no se le ha resistido;
aunque lleva bastón, apenas se apoya en él. Anocheciendo se despidió; dijo que
iba a ver a Francisco Rico. Algunos lo acompañaron; yo tenía otros compromisos. Ayer
mañana nos contaron la conferencia.
Uno de los acompañantes de don Juan estaba indignado:
—Francisco Rico es la mayor figura intelectual que ha
visitado Almagro en años; no había ni cincuenta
personas en el salón. Qué vergüenza.
Yo no fui; me doy por aludido:
—Hombre, no exageres: acudió el 0,5 por ciento de los
almagreños. Si en Madrid a un acto de esta clase acudiera el 0,5 por ciento de
los madrileños, habría que meterlos en un campo de fútbol.
—Pero los almagreños presumen de cultos y refinados
—persevera.
—¡No vamos a presumir de ignorantes y brutos! Sin embargo,
todos sabemos que la sabiduría y el refinamiento, la ignorancia y la zafiedad,
se reparten aquí en las mismas proporciones que en el resto del mundo. No somos tan fatuos.
El indignado matiza:
—Lo de Francisco Rico era un acontecimiento, un cometa que se asoma de higos a brevas. En Madrid están acostumbrados a estas cosas. Y
aquí… —se para un poco, hace recuento mental, prosigue— los profesores de instituto
se podían contar con los dedos de una mano y sobraban dedos; maestros en activo solo vi a una; jóvenes de menos de treinta años había dos o tres —los
profesores de literatura ¿no podrían haber mandado a los alumnos de
bachillerato?—; figuras intelectuales de primer nivel, Lola Cabezudo y Elena Arenas;
políticos, los que estaban de servicio…
—Completaste bien el censo —apunto maliciosamente.
No me hace caso. Continúa:
—Y estaba la polémica con Pérez Reverte. Pérez Reverte tiene
muchos lectores, ¿ninguno quiso venir a defenderlo? ¿Nadie se dejó atraer por
el morbo de una riña de altura?
Los partidarios del lenguaje no sexista
¿dónde estaban? ¿El venenoso adverbio alatristemente carece de poder de convocatoria?
Tengo que recular:
—Había otras cosas al mismo tiempo: el teatro, la poesía de
las mujeres rurales, el desfile de moda, mañana viene la Virgen…
Me mira despectivamente, seguro de haber ganado la batalla.
Don Juan, que ha estado en silencio, expectante, interviene:
—La gente va a lo que le da la gana. No hay que llorar por lo de ayer; mucho menos despreciar al vulgo necio y sentirnos
superiores a él como el fariseo de la parábola o los militantes de Podemos —miro de reojo al indignado:
está disolviendo la azúcar del café—. Es posible
que el formato de las conferencias esté anticuado ahora que cualquiera puede ver cualquier cosa en cualquier momento echando mano al teléfono de bolsillo. Además, la conferencia de
Rico tampoco fue excesivamente brillante ni dijo nada que sus lectores
desconocieran: quizá los que no acudieron son, precisamente, los que leen a
Rico, y se lo saben.
Le brillan los ojos con una chispa de ironía. Cierra:
—Por otra parte, en estos tiempos eso que llamamos la
Cultura —mayúsculas, por favor— no es solo, ni siquiera principalmente, cultura
escrita.
—Carlos García Gual lo confirmaba hace poco en Babelia. Escribía
que la lectura ya no es una actividad prestigiosa —paradójicamente, presumo de
lecturas cultas.
—Por eso la Academia Sueca la ha dado el Nobel a Bob Dylan.
—Hay polémica. ¿Que opina usted?
—A menudo hay polémica. Estando Boyero y Sabina a favor, casi estoy por decirles que lo sensato es estar en contra, y no darle
muchas vueltas. Pero no se lo diré: las cosas son siempre algo más complejas.
Otro día lo comentamos.
Se despidió con prisa: la hija estaba esperándolo para
acercarlo al tren. Yo no sé a qué carta quedarme.
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