domingo, 23 de diciembre de 2018

Feliz Navidad

Por mucho que en mitologías diversas —y en la liga de fútbol— se resalte la condición cíclica del tiempo, la dolorosa experiencia nos ha hecho saber a los viejos que el tiempo es una flecha volando, decidida y rauda, hacia la diana, que es el morir.
—¿No era la mar?
—La mar es el blanco de los ríos.
—Blanca de los Ríos, querrá decir —se cuela en cínico.
Don Juan le agradece el chiste con una sonrisa:
—¿Quién se acuerda de Blanca de los Ríos? La flecha que fue yace enterrada en el olvido.
—Probablemente ninguno de nosotros sepa dar razón de doña Blanca de los Ríos ni de otros innumerables que brillaron en el mundo, pero tampoco es para ponerse melancólicos.
—Algún día hablaremos de ella, aunque solo sea como muestra de las mujeres que no se resignan a guardar la casa y cerrar la boca, sino que aspiran y logran atender vocaciones consideradas —por qué, por quiénes— impropias de su sexo.
—Nadie la mató, gracias a Dios.
—Hay abundantes maneras de matar. Estorbar que alguien cultive los propios talentos o se conduzca libremente por el mundo, si no es matar, se le parece.
—Afortunadamente, en lo que respecta a las mujeres y a Occidente, los estorbos cada vez son menos.
—Pero existen. Mire a Laura Luelmo: muerta por su mera condición de mujer que se atreve a ciertas cosas.
—No: muerta por un bárbaro. La barbarie y la maldad —los bárbaros, los malos— existen y existirán y producirán víctimas. Cuantas menos haya, se nos harán más escandalosos los crímenes y más repugnantes los criminales. El caso de Laura Luelmo es un jarro de agua fría para los optimistas ilusos, un recordatorio de que la lucha entre civilización y barbarie no terminará nunca, una advertencia contra los frívolos —o estúpidos o bárbaros— partidarios de abolir leyes que apuntalan el progreso de la civilización.
—Luego las clases de tiempo son numerosas, y avanza cada una a su manera: en círculo, en dientes de sierra, hacia adelante, hacia atrás, en flecha…
—No sé si tiempo es la palabra precisa, pero ya que la usa… Resulta obvio que la naturaleza es cíclica; que el progreso moral se expande trabajosamente, que nosotros nos iremos y no volveremos más
—Nosotros y nuestras obras.
—Claro. Las ciudades, por ejemplo: producto y ámbito genuino de la civilización, nacen, cambian, duran poco o mucho… y desaparecen pronto o tarde sin remedio.
—A algunos no les gusta.
—Ellos sabrán.
—¿De qué hablamos?
—De la fachada que están hundiendo en la calle de la Feria.
—La han puesto por las nubes y lamentado el derribo.
—Contra toda evidencia.
—¿Por qué?
—Porque la fachada es anodina y vulgar: ni en el conjunto ni en los detalles vale la pena; carece de mérito arquitectónico, estético, sentimental, histórico… como no sea el de documentar la Edad de las Hileras de Balcones, periodo abominable y largo que debería estudiarse con ahínco para hallarle vacuna, pero del que perviven muestras suficientes.
—¿Y la casa?
—Lo mismo. Una casa levantada a trompicones, monstruosa y laberíntica, en la que, no obstante, hay piezas destacables: sobre todo, una pila del agua bendita —¿cómo llegaría allí?— preciosa. Por separado, las piezas tienen indiscutible calidad; en el conjunto abigarrado del que forman parte se tornan anomalías, aberraciones casi. De todas formas, supongo que las conservarán y les darán el realce que deben. Supongo también que no se omitirá el estudio arqueológico: estando donde está el edificio, acaso aclare enigmas de la historia almagreña.
—Hombre, don Juan, quienes lamentan el derribo lo hacen porque lo ven un síntoma de degradación patrimonial.
—¿En esa calle, penosos y bien surtido catálogo de horrores? No es el sitio ideal para escandalizarse. A poco que se esmere el arquitecto, lo que se construya superará ampliamente a lo derribado, y aun a no escasa parte de la vecindad.
—Habrá que conservar el patrimonio.
—Con criterio. Las ciudades son seres vivos y las demoliciones —esta, sin ir más lejos— pueden ser oportunidades para mejorarlas, incluso cirugías indispensables para mantenerlas vivas. El fundamentalismo conservacionista conduce a la muerte de la ciudad tanto como otros procesos nefastos —y silenciosos— que Almagro experimenta con suma virulencia.
—Díganos alguno.
—Otro día. Hoy nos limitaremos a las tradiciones —aunque sean desde anteayer— navideñas, tan entrañables e implacablemente cíclicas. Brindemos, felicitémonos, felicitemos a los que celebran el nacimiento del Mesías, y a los que se quedan en los placeres de la fiesta. Y acordémonos de los que no tengan nada que celebrar.
—Y de Silvia Valmaña —propone el rojo.
Nemine discrepante, brindamos entusiastas también por ella. Yo por mi parte extiendo la felicitación a todos ustedes, queridos lectores. Pásenla bien.

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