Camino de la plaza a ver si nos podemos tomar un vermú —tarea más difícil de lo que pudiera parecer—, pasamos por delante de Arte y Comunicación Calatrava, la tienda desde la que Martínez Carrión quiere —no sé yo con qué éxito— agitar un poquito la vida cultural almagreña, tan mortecina. Allí hay un cartel que anuncia actos para el 23 de abril.
—La semana que viene es el Día del Libro —digo yo, señalando la tienda.
Don Juan, que detesta cordialmente las proclamaciones de lo obvio, pregunta con malicia:
—¿De cuál?
No me doy por aludido. Prosigo inocentemente:
—De los libros en general, y de la lectura. Los organismos internacionales han creído conveniente dedicar un día a promocionarlos y han escogido el 23 de abril porque tal día de 1616 murieron Cervantes y Shakespeare.
Don Juan me mira con asombrada curiosidad, pero contesta en tono neutro:
—Cervantes y Shakespeare murieron, efectivamente, en la misma fecha, pero no murieron el mismo día; los ingleses aún no habían adoptado el nuevo calendario: su 23 de abril era nuestro 3 de mayo. Y el 23 de abril es San Jorge. Aquí en Almagro la fiesta de San Jorge tiene una enorme importancia histórica y antropológica que, creo yo, no se ha destacado lo suficiente. Alguien debería dedicarse a estudiarla: aprenderíamos mucho.
Hemos conseguido mesa en la plaza. Se nos va un rato en explicarle al camarero qué vermú nos debe traer y cómo lo debe servir. No estoy muy seguro de que hayamos tenido éxito; don Juan comprueba que, en ciertas ocasiones, no solo es necesario proclamar lo obvio: hay que hacerlo numerosas veces. Entre tanto, pierdo el hilo de San Jorge: ya lo recuperaré.
Esperando el vermú, le enseño a don Juan el periódico. Un pope de la cultura dice que “las posibilidades de éxito profesional y social se reducen considerablemente en las personas que no han adquirido el hábito lector”.
—¿Qué le parece, don Juan?
—Nada. Tendría que explicarnos este buen hombre qué entiende él por éxito profesional y social y por hábito lector. Si entiende lo que se suele entender, la afirmación es rotundamente falsa. Muchas personas —usted conocerá a alguna— que parecen disfrutar del éxito profesional y social no leen nunca nada. Y hay también grandes lectores cuyo éxito profesional y social es bien escaso: ahí tiene usted al mismo Cervantes, aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles.
—Por lo menos leerán textos profesionales... —otra perogrullada.
—Obviamente —dice con retintín—. Pero no se referiría a eso: sean cuales sean las modalidades de lectura, todas ellas proporcionarán al lector, en dosis variables, conocimiento y placer artístico —signifique eso lo que signifique—. Hay lecturas utilitarias y profesionales —un manual de anatomía, por ejemplo—, que producen máxima información y mínimo placer artístico; las lecturas de mera y pueril evasión —pongamos La Templanza—, ni lo uno ni lo otro; y habrá una lectura ideal que obre en el lector el milagro del máximo conocimiento y el máximo goce. La primera lectura, claro está, será imprescindible para el éxito profesional; las demás, absolutamente superfluas. Eso sin hablar de que, tanto en el conocimiento como en el placer artístico, hay niveles.
—O sea, que se ha metido el hombre en un jardín.
—No: ha hecho un discurso de circunstancias. Pero sería bueno que las autoridades hablaran con precisión y se limitaran a cumplir sus obligaciones. En el asunto de la lectura deberían conseguir en todos los ciudadanos un dominio eficaz de las destrezas lectoras. La adquisición de esas destrezas —que, según el famoso informe PISA, nuestros adolescentes poseen muy precariamente— sí es imprescindible para el éxito profesional y social. El hábito lector, si viene, vendrá después.
Creo que esta vez quien dice perogrulladas es don Juan, pero me lo callo. Pregunto:
—¿Y no sería bueno que las autoridades lo promovieran también?
—Sí, pero que primero hagan lo otro. En las sociedades modernas, la lectura tiene que competir con múltiples fuentes de conocimiento y de placer diversamente atractivas o accesibles para los individuos. Algunos creemos que la lectura es mejor que muchas. Pero no todo el mundo piensa así. ¿Por qué? La lectura —Montaigne lo decía de la inteligencia— es un bien muy justamente repartido: cada uno tiene la que necesita. Sí supiéramos leer bien, quizá querríamos más.
Ha llegado el vermú. Poco a poco los bares de la plaza van aprendiendo estas delicadezas. Pero les cuesta. Lo mismo pasa con la lectura.
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