El rojo, que ha estado unas semanas ausente por achaques de salud, vuelve hoy fortísimo; se agarra a la tulipa del Macallan y deja una sentencia encima de la mesa:
—Alguien dijo que lo único malo de ser aficionado al fútbol es compartir afición con demasiados mastuerzos sin complejos.
—También hay gente fina aficionada al fútbol: intelectuales que hablan de él como si fueran nietos de quien lo inventó.
—Los menos.
—¿Y tú?
—A mí el fútbol me apasiona igual que la petanca: nada.
—¿Entonces?
—Me refiero a la patria.
Por el corro sobrevuela el desconcierto. El rojo precisa:
—Ser patriota español en estos momentos se hace cuesta arriba: comparte uno sentimiento con bizarros mentecatos sin complejos que, vociferantes y envueltos en la bandera, se creen en la cancha.
—O en el campo de batalla —añade el escéptico.
—No son tantos: cuarenta y cinco mil, poco más o menos, los que estuvieron en Colón.
El conservador reacciona:
—Ni todos mentecatos ni mastuerzos ni vociferantes. ¿Leísteis ayer a Savater?
El rojo adelanta un peón:
—Y a Muñoz Molina.
—No es lo mismo, convendrás conmigo.
Don Juan, consciente de que la patria es terreno pantanoso, duda si meterse en harina. Lo hace cauto:
—No es lo mismo, claro. Pero ambos artículos podrían leerse sin necesidad de enfrentarlos: quizá se complementen.
—Hágalo.
—Savater es un intelectual de primera, un escritor brillantísimo y, sobre todo, un polemista temible. Yo leo y leeré a Savater en cualquier parte, envuelto en la bandera o disfrazado de picador; ahora bien: no lo querría ni para presidir la comunidad de vecinos.
—¿Por qué?
—Porque la verdadera literatura ilumina el mundo de una manera inédita y sugestiva, pero no capacita para manejarlo convenientemente: Platón demostró gran sensatez al expulsar de su república a los poetas.
—¿Qué dice el artículo?
—Lanza, como quien no hace nada, dos pullas venenosas contra colegas del periódico —Vicent y del Molino—; recuerda con toda justicia y oportunidad los tiempos heroicos —verdaderamente heroicos— en que unas docenas de vascos se manifestaban ¡en el País Vasco! contra la crueldad idiota del terrorismo entre la indiferencia o la hostilidad generales; y, sin que nos hayamos dado cuenta, pone en relación aquello con lo de Colón: sutilísimamente nos ha conducido a una ratonera intelectual de la que nos costará trabajo salir.
—¿Cuál es la ratonera?
—No ha necesitado decirlo expresamente, pero mete en el mismo saco a los terroristas de ETA y a los catalanes independentistas, a los que se manifestaban en Colón y a quienes lo hacían en San Sebastián o Andoáin durante los años de plomo; y a los lectores nos pone a la altura de aquellos vascos biempensantes que se daban a la gula para no tener que darse a las virtudes cívicas ni exponerse a quedar señalados: el lector corriente acaba arrepentido de no haber ido a Madrid; yo mismo, de haber estado aquí tomando copas.
—Muy hábil.
—Y deslumbrante. Literatura de altísima calidad en cuyo manejo hay que andarse con cuidado.
—¿Muñoz Molina?
—Literatura también, aunque discreta y despojada de brillo y afán seductor. Se limita a describir, sencilla y certeramente, el contraste entre la multitud enfervorizada —da igual por qué: el fútbol, por ejemplo, también es una patria— y el ciudadano solo y timorato que recela de ella. Un poema de Aleixandre hablaba de esto mismo, pero aportaba notables matices que acaso analicemos otro día.
—¿Y usted qué opina?
Don Juan tal vez dude entre nadar y guardar la ropa; al cabo, se muestra equidistante:
—Literariamente estoy con Savater; en lo personal, con Muñoz Molina. Por lo demás, coincido —mira al rojo— con el amigo: en el amor a la patria convergen individuos de toda calaña; algunos, la verdad, nada recomendables —indeseables, los llama Savater con afilado sarcasmo—, y menos en multitud.
—Aquí hemos tenido estos días una erupción patriótica bien interesante: hubiera merecido mayor bombo —malmete el cínico.
—¿Dónde?
—En Calzada. Están muy enfadados con José María Barreda por no sé qué comentario imprudente sobre el capitán de los armaos. El alcalde, indignadísimo, le exige que pida perdón.
—¿De pedirlo, lo absolverían? —pregunta inocentemente el despistado.
—Probablemente, no. Toda ofensa al patriotismo es, casi por definición, imperdonable: los patriotas se nutren de las ofensas del prójimo, sean verdaderas o inventadas. Luego pronto declararán al pobre Barreda persona non grata y, como lo vean algún año en las caras, lo apedrearán.
—La patria exige esos sacrificios.
—Más cuando se aproximan elecciones.
—Basta que uno se arme con las razones de la tribu: las ofensivas y las defensivas.
—Encomendémonos a san Juan de Mairena. ¿No es suyo el deseo aquel de te libre Dios de tarascada de bruto cargado de razón?
—Suyo es. Dios nos libre.
—Amén.
...que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza. Estoy con Savater en que es preciso la dignidad y la valentía para defender aquello digno de ser salvado, Unos pocos grandes vascos lo hicieron y bien que recuerdo aquellos quince o veinte en una plaza a la escasa luz de la noche y temblando, pero allí. Con dignidad, no vociferantes. Estoy contra Savater en que lo de Colón es comparable. No, señor Savater. Para lo catalán hace falta lo mismo que para aquel problema, tranquilidad, perseverancia, ideas claras, no ceder a soluciones fáciles ni a chantajes, respeto, paciencia e inteligencia. No se arregla embistiendo. Ni asustándose.
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