La plática de hoy, quizá porque terminamos la mañana en San
Ildefonso uncidos a la fiesta del barrio, porque luego hemos comido en el
Corregidor —definitivamente, un restaurante anodino, sin rastro de lo que fue—
y porque nos hemos regalado una sobremesa profusa de copas, ha padecido
interrupciones numerosas, se ha dispersado en vericuetos y trivialidades, ha perdido
el hilo en laberintos intrincados, se ha empantanado en callejones sin salida,
y ha languidecido al final empapada de vapores etílicos.
Sentado ahora a la mesa, delante del cuaderno de muelle, con
la pluma desenvainada y la cabeza algo aturdida, sé que me va
a costar Dios y ayuda casar las piezas descabaladas para presentarles a ustedes
un relato —cuántas ganas tenía yo de
usar esta palabra—, si no cosido, al menos hilvanado, de
la errabunda conversación. Vamos a ver:
El día empezó grave con el recuerdo de don Juan Zozaya.
El don Juan nuestro elogió su trayectoria intelectual, nos comentó largamente libros,
actividades, cargos —que nosotros, ay, desconocíamos— y, con la tristeza
desesperanzada y un tanto convencional que provocan la muerte y la ignorancia,
remató:
—Durante largos años ha vivido aquí un verdadero sabio, una
autoridad, y muy pocos en Almagro han llegado a
enterarse. Quizás, ahora que se ha muerto, alguien se fije en él.
Hemos hablado, claro está, de Trump; pero, como, por
desgracia, ha de salir más veces en la conversación, lo pasaré por alto; y del
temporal de nieve, que todos los años se repite y todos nos pilla
descuidados; y, tras no sé cuántos vericuetos, hemos venido a parar en
Casasimarro.
—Casasimarro es un pueblo de la Manchuela donde se fabrican excelentes
guitarras. Durante la República, la Guerra y el Franquismo vivió tiempos
procelosos que, según se ve, han dejado hondas y mal curadas heridas. Parece
que sangran otra vez.
—Como en tantos sitios —dice el escéptico.
—Quizá. Pero lo que ocurre estos días en Casasimarro
presenta rasgos particulares: no se trata de la República, tampoco de la Guerra
ni del Franquismo; se trata de los orígenes de la Transición. En 2017
celebraremos —sí, celebraremos— los cuarenta años de muchas cosas, y lamentaremos
los cuarenta años de algunas otras. Una de las que lamentaremos es la Matanza
de Atocha: los seguidores más obtusos y fanáticos del franquismo mataron el 24
de enero de 1977 a cuatro abogados y un administrativo comunistas de un bufete
de la calle de Atocha. También lamentaremos que los franquistas duros mataran por esos días a Arturo Ruiz; y que en la manifestación de protesta un bote de humo
de la policía acabara con Mariluz Nájera; y que los Grapo secuestraran al
general Villaescusa… Mucha historia para digerirla en pocos días.
—La Transición, que unos cuantos bobos califican ahora de
pasteleo, fue una muy inteligente y generosa travesía por territorios
desconocidos y llenos de peligros. Salió bien de milagro.
—De milagro, no: gracias a que los españoles de entonces y
los dirigentes estuvimos, por una vez, a la altura de las circunstancias.
—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Casasimarro?
—pregunta el despistado.
—El administrativo asesinado en el despacho de Atocha era de
Casasimarro. El alcalde se niega a poner una placa recordando aquello.
—Normal: la placa dice que lo mató la extrema derecha. En Casasimarro el Partido
Popular tiene ocho concejales de once; luego debe de haber mucha gente de extrema
derecha que se dé por aludida: como si dijeran: “Hombre, yo soy de extrema
derecha y no he matado a nadie”.
—El alcalde entre ellos. Pero estoy seguro de que a la
mayoría de la gente del pueblo lo de la placa no le incomoda en absoluto. Ahora
bien, estas cosas las carga el diablo: si alguien se empeña en levantar
ampollas lo consigue fácilmente.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que en casi todos los países hay un momento fundacional, teñido por el
tiempo de caracteres míticos, con el que todos los ciudadanos se identifican y
en el que todos se pueden congregar sin reticencias ningunas. En España carecemos
de una cosa así. Es una lástima, pero sería prudente que contáramos con
ello: aunque solo sea porque no nos queda más remedio que vivir juntos.
Quizá lleve razón. Volviendo a casa he reparado en uno de los vestigios del Franquismo, bien visible, que quedan en Almagro. Creo que la
mayoría de los almagreños no lo ha visto
nunca. ¿Qué pasaría si a alguien se le ocurriera quitarlo? Otro día se lo
preguntaré a don Juan.
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