El Campo de Montiel es rojo. El suelo, las iglesias, los
castillos, los edificios que exhiben el poder —casas de señores, alhóndigas,
tercias, ayuntamientos, cárceles— son rojos. El rojo es unas veces pálido y
desleído, dulce tirando a miel, como en la iglesia de San Vicente de Cózar, y
otras hosco y lúgubre, cercano al negro, como en la de Santo Domingo de
Terrinches. El campo es de arcilla roja y de piedra moliz; con la arcilla se
hacían pucheros, lebrillos, orzas, cántaros…; con la moliz, piedras de molino o
de afilar, y sillares para los edificios nobles; en ciertos pueblos combinan los
dos usos: la gente afila las navajas, los hocinos, las hachas, en la esquina de
la iglesia o en las jambas de una portada gótica sin asomo de remordimiento;
tras siglos de afilar en el mismo sitio, queda una huella suave y cóncava: la caricia del tiempo, más amoroso aquí que cuando raspa irreverente y
desfigura la cara de Dios Padre a los pies de la iglesia de Infantes. En el
Campo de Montiel, a un pueblo le dicen Alhambra, y a un paraje —bien sabemos
por qué— lo bautizaron Almagro.
Interrumpo:
—Don Juan, no generalice, que también hay calares y vegas, y
monte y olivares...
Retrocede:
—Lleva usted razón: en el Campo de Montiel hay calares blancos,
duros de andar, fríos, a más de mil metros de altura, que se tragan el agua del
cielo y la expulsan lejos, en mínimos manantiales y ojos donde nacen ríos que
van al Guadiana o al Guadalquivir, al mar inverosímil. Y hay vegas, sí, pródigas
en el milagro de las hortalizas. Y olivas —allí no existen los olivos— de cuyas aceitunas se exprime un aceite prodigioso.
Decididamente a don Juan le ha dado por la lírica. La lírica
es resbaladiza e insidiosa: en un arrebato lírico cualquiera puede precipitarse
a la sima del ridículo y fallecer ahogado en las propias emanaciones verbales.
Pero don Juan va embalado.
—El Campo de Montiel, además de antiguo y conocido, es viejo y arcaico. Un país de ancianos que
camina veloz a la extinción mientras se ocupa en la tierna heroicidad de
cocinar pistos descomunales.
Afortunadamente alguien echa el freno de mano:
—Pero, don Juan, ¿a qué cuento viene esta perorata? ¿A usted
le gusta el Campo de Montiel o no?
—Me gusta mucho. Alhambra y La Solana no están lejos de
Navaltizón. Desde Alhambra se llega enseguida a Ruidera o a Infantes; de La
Solana al Cristo —el Cristo del Valle; lo de San Carlos del Valle es de antes
de ayer— hay ocho o diez kilómetros de buena carretera. El Cristo del Valle,
sin menospreciar a ninguna otra —don Juan carraspea socarrón—, tiene la mejor
plaza de la Mancha. Casi en un rincón de la plaza, como si se apartara
modestamente, hay una iglesia cuadrada, pequeña, cubierta de cúpula,
verdaderamente formidable.
—El cura no parece que lo sea… —deja caer el anticlerical.
A todos nos pilla descuidados menos a don Juan:
—Por eso les decía que el Campo de Montiel es viejo y
arcaico.
—Qué tendrá que ver.
—Tiene que ver: clérigos aprovechados que usan los poderes sobrenaturales de la religión en
beneficio propio los ha habido siempre; que sigan teniendo éxito en estos
tiempos es extraordinario.
—Mucha gente cree.
—Ellos verán lo que hacen; pero también hay creyentes en
otros sitios y nunca pasarían cosas así, ni los feligreses reaccionarían como
han reaccionado los del Cristo: igual que en la Edad Media.
—Se han quejado al alcalde.
—Eso es: han reaccionado como en la Edad Media o, si no
queremos exagerar, como en el Nacionalcatolicismo. Entonces la autoridad era una
sola —aunque formara una trinidad de
autoridades civiles, militares y
eclesiásticas—. Ahora está claro que lo civil —el ámbito de los ciudadanos—
es una cosa pública y común; lo religioso —el ámbito de los feligreses— es
particular y privado: no cabe confusión ni injerencia.
Pienso entre mí que don Juan peca de ingenuo: no está claro; debería estarlo. Él mismo nos tiene dicho que, tal vez por la
herencia musulmana, a los españoles se nos hace muy difícil distinguir lo civil de lo religioso. Pero callo; me marcho a casa algo mohíno: de las
efusiones líricas hemos bajado a la triste y terca realidad: España —también lo
tiene dicho don Juan— debería ser mejor de lo que es.
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