Lo normal es que don Juan venga a Almagro los domingos, y no
todos. Se pierde, pues, las cosas que pasan entre semana. Ayer, por ejemplo, le
hubiera gustado acudir a la presentación de la novela Sangre de guerrillero, pero no tuvo quien lo trajera desde
Navaltizón; cuando llegó a Almagro en el tren eran casi las nueve de la noche:
el acto había concluido una hora antes.
—Podría usted haberme avisado —digo sin pizca de hipocresía.
—No se preocupe: ya me hace bastantes favores. De todas
formas, le encargué a una amiga de mi hija que me comprara un ejemplar: aquí lo
tengo.
—¿Tanto le interesa?
—A mí sí: el editor es Alfonso González Calero, de quien ya
les he hablado muchas veces: una de las personas que más trabaja, y más
desinteresadamente, por la cultura de esta región. Y el protagonista de libro
es paisano suyo.
—¿Paisano de quién?
—De ustedes: almagreño. La novela trata de la Primera Guerra
Carlista: en ella desempeñaron un papel relevante los hermanos Palillos. ¿Los
conocen?
Me suenan. Creo haber leído algo de Manuela Asensio sobre
ellos, pero no estoy seguro. Hago propósito de informarme.
—Las guerras carlistas fueron, en sentido estricto, las
primeras guerras civiles de la historia española. Como todas las guerras
civiles tuvieron episodios heroicos y otros feroces. Afortunadamente las
heridas que produjeron han cicatrizado: podemos hablar de ellas como si fueran
cosa ajena. Pero no estaría mal que se estudiaran en los institutos: quizá —porque
ya no nos conmueven— sacáramos algunas enseñanzas provechosas.
De la guerra y de la paz… —don Juan lo deja en el aire.
Nadie hace asunto: otro día, tal vez. Uno pregunta:
—¿Ha leído usted el libro?
—Los viejos no dormimos apenas. Son poco más de doscientas
páginas de letra clara. Anoche leí la mitad; esta mañana lo he acabado.
—O sea, que es bueno…
—Sí. Aunque no lo conozco personalmente, hace unos años leí
otra novela del autor sobre la Guerra del 36: me interesó, y esta también.
Tiene dotes narrativas muy destacadas; usa un lenguaje apropiado, claro y correcto
—salvo en la plaga de laísmos del capítulo V o cuando en lugar de sevicias dice
sodomías— , literariamente muy eficaz para los objetivos que se propone y para
mantener atento al lector. Además, ni corre el riesgo de elevarse a la
pedantería ni cae en las vulgaridades que ahora son cosa frecuente. Es decir,
el libro se lee con gusto y nunca nos acomete la tentación de abandonarlo. Ese
es el mérito de Alain Martín.
—Y del editor.
—Los libros, obviamente, son hijos del autor, pero al editor
le cabe la responsabilidad de mejorarlos; y un editor cabal no publica
cualquier cosa que se le proponga. De modo que también un buen libro es mérito
del editor, claro.
—¿No tiene defectos?
—A su nivel, muy pocos. Es verdad que Martín está más dotado
para narración y el diálogo que para la descripción; y que las pocas
incursiones que hace en el territorio emocional de los personajes son
melodramáticas y convencionales; tampoco se maneja bien en las
digresiones de tipo moral: debería evitarlas porque se hallan a un paso de la
banalidad. Pero, ya les digo, son defectos menores.
—¿Y en cuanto a la historia?
—El libro es una novela. En las novelas todo está permitido
siempre que haya coherencia y verosimilitud, no veracidad. Aquí casi siempre la
hay, pese a ciertos despistes sin importancia.
—¿Por ejemplo?
—Es inverosímil medir en metros la altura de las montañas en
una época en que ni el sistema métrico decimal estaba generalizado ni nadie
había levantado todavía mapas topográficos. Y es imposible que Bixente Laporte
guiara a los peregrinos de Lourdes: faltaban veinte años largos para que
la Virgen se le apareciera a Bernardette Soubirous.
—Eso son menudencias, don Juan: detalles sin importancia.
—Probablemente, pero ¿qué trabajo costaría haberlos evitado?
También afirma que María Cristina, madre de Isabel II, fue la quinta mujer de
Fernando VII, cuando todo el mundo sabe que fue la cuarta.
¿Todo el mundo? Mientras echamos cuentas, uno de los
contertulios más asiduos y menos habladores, emulando a Arquímedes en la
bañera, dice:
—¡Claro…!
Lo miramos perplejos. Él baja los ojos, se disculpa,
habla a trompicones:
—La seguidilla…. Nunca lo había pensado… Cuando yo era niño…
Tras unos segundos de silencio, casi de estupefacción, rompe
a cantar:
Y si Fernando Séptimo
ve tu retrato,
se casa cinco veces
en vez de cuatro.
Los de las mesas vecinas nos miran asombrados. ¿Qué pensarán?
(Alain Martín Molina. Sangre de guerrillero. Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2016. Quince euros)
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