jueves, 11 de diciembre de 2014

Empezando

Ya sé, ya sé... El nombre del blog es previsible y obvio para quienes nos vamos acercando a la jubilación: todos leímos con el asombro crédulo de la juventud aquella serie que, disfrazada de antropología, era en realidad una colección de cuentos chinos —o indios, mejor—, y de paso hicimos rico a Carlos Castaneda, fuera quien fuera aquel sujeto tan listo. Por si les sirve de algo, sepan que a don Juan, que abomina del lenguaje periodístico y, sobre todo, de sus pueriles juegos verbales, tampoco le gusta. Pero yo soy convencional y carezco de imaginación, de modo que no iba a perder una oportunidad que se me ponía tan a tiro.
Conocí a don Juan en los primeros años noventa —si fuera periodista, añadiría del pasado siglo—. Ambos éramos jurados de uno de aquellos premios de historia de Almagro; él en representación de la Universidad; yo, por cortesía impagable de don Luis López —tardará mucho en nacer, si es que nace, etcétera—. Yo era joven; don Juan había sobrepasado la cincuentena; pese a ello, congeniamos; me convidó a unos vinos y hablamos —es decir, habló— de cosas de las que él sabía mucho y yo casi nada. Nos vimos luego bastantes veces y siempre estuvo amable conmigo.
Por aquel tiempo don Juan Rojo era profesor visitante en la Facultad de Letras de Ciudad Real, pero vivía en Almagro. Se había alquilado una vivienda en la calle de Granada, en una de esas casas de vecinos que tienen portada señorial y patio empedrado, con higuera y pozo. Lo acompañaba a veces hasta la puerta, incluso llegué a estar en ella: pequeña, limpia, ordenada, llena de libros y papeles.
Un buen día, sin avisar, don Juan desapareció.
Pero ha vuelto. Hace dos o tres años, también sin avisar, llamó a mi puerta. Me contó que una hija suya trabaja aquí y que viene a visitarla de cuando en cuando; que si quería me convidaba a unos vinos. Acepté, claro. Desde entonces nos vemos casi todos los fines de semana. Y ahora llevo un cuaderno —por eso he estado a punto de llamar bloc a este blog, pero me he reprimido para no andar de explicaciones— en el que apunto las cosas que dice y las anécdotas que cuenta: ya he llenado siete, de muelle, comprados en el Sipe.
El otro día, hablando con un amigo que también conoce a don Juan y que se nos une frecuentemente en el Corregidor, le dije lo del cuaderno, incluso le enseñé el último. Y de él fue la idea del blog
—¿Por qué no publicas esto siquiera en internet, que lo aguanta todo?
Naturalmente, le he pedido permiso a don Juan.
—Haga usted lo que le parezca, pero procure no escribir muchas tonterías —ha contestado.
Allá voy, pues: cada vez que venga don Juan, aquí copiaré lo que he aprendido, en crudo, sin dulcificarlo; después, eso sí, de haberlo apuntado en el cuaderno. Y, si algún fin de semana no acude, a lo mejor echo mano de lo que tengo archivado.
Los hipotéticos lectores comprobarán que, aunque el nombre del blog sea previsible y obvio, es también exacto: las enseñanzas, de don Juan; las tonterías, mías exclusivamente.
¿Habrá lectores? Ese ya es otro cantar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario