Llamo a don Juan para comentar la sentencia de la Manada —no sabe
uno si de cerdos o de hienas—, que a mí, pobre ignorante en cosas de leyes, me
choca. Don Juan, de puente en Madrid, primero corrige:
—En las democracias no se juzga a grupos, sean bandas u
orquestas; se juzga a ciudadanos individuales, libres, cada uno responsable de
sus propios actos.
—Es el nombre que se dan a sí mismos los sujetos estos, don
Juan.
—Qué importa cómo se nombren y cómo se sientan. Para
nosotros son ciudadanos que no pierden la dignidad ni aunque se empeñen; como
ciudadanos, se les ha de juzgar con garantías, respetando sus derechos; y, tras
la condena —no venganza—, se les ha de procurar la reeducación y reinserción social.
—Ya lo sé, don Juan, pero en caliente…
Don Juan no insiste; pregunta:
—¿Por qué le choca la sentencia?
—Porque la comparo con otras, y porque los propios jueces
reconocen que la mujer sintió agobio y desasosiego y que por eso adoptó una
actitud de sometimiento.
—Los jueces —lo hemos
comentado aquí— viven en otro mundo.
—Pero tendrán madres, hermanas, mujeres, hijas…
—Las cuales llevarán vida morigerada y no estarán expuestas
a esta clase de contingencias.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que le he dicho: que los jueces viven en otro mundo.
—Explíquemelo.
—La mayoría de los jueces vive en un mundo de jueces al que
se accede tras superar filtros que no son meramente técnicos, sino que
conllevan la asunción de determinados valores a los que, en conjunto y sin
afinar demasiado, podríamos calificar de tradicionales.
—¿El machismo, por ejemplo?
—Claro. El machismo implica dos cosas; la primera es obvia:
los machistas creen que la mujer está sometida al varón y desempeña en la
sociedad papeles subalternos; la segunda deriva de la anterior: los machistas
creen que la mujer tiene vedados ciertos comportamientos, sobre todo en el
terreno de la moral sexual. Por eso, aunque la conducta de quienes
integran la Manada les repugne, les repugnará más —les resultará inconcebible—
que una mujer se suelte el pelo en los sanfermines: si lo hace sabe a lo que se
expone.
—Hay juezas también.
—En este tribunal, una de tres. Pero es cuestión menor:
muchas juezas en cuanto se visten la toga se convierten en jueces: es decir,
asumen el conjunto de valores arcaicos asociados al cargo.
—No me convence, don Juan: ¿sordos los jueces al sentir de
la sociedad?
—Unas veces están sordos y otras oyen demasiado. Están
sordos a la gente común, nos miran por encima del hombro; quizás eso explique,
en parte, el contenido de la sentencia. Sin embargo, en lo que respecta a los
de su clase, abren los oídos de par en par.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, cuando se ofenden sus creencias religiosas:
tiéntese usted la ropa antes de decir nada inconveniente de cofradías, santos,
dogmas, etc. Por ejemplo, cuando se ofenden sus creencias políticas: la
unidad de la patria y eso. Por ejemplo, cuando se juzgan delitos que la mayoría
de la gente no puede cometer: prevaricación, cohecho, tráfico de influencias,
financiación irregular, apropiación indebida. Por ejemplo, cuando hay
jueces pillados en algo turbio…
—Tiene usted poca fe en la justicia.
—En absoluto. Sé, simplemente, que los jueces son seres
humanos cuyas decisiones vienen moduladas por los mismos condicionantes que
modulan las decisiones de los demás: como usted y como yo, cada juez lleva a
cuestas un buen saco de prejuicios; ahora bien, no son los mismos que los
nuestros, porque su mundo —su visión del mundo— no es el mismo que el nuestro.
—Pero existen las leyes, don Juan.
—Las leyes constituyen solo uno de los factores —no siempre
el más importante— que influyen en las decisiones de los jueces. Por otra
parte, las leyes son, por propia naturaleza, interpretables, y de
interpretarlas vive en España una multitud de individuos más o menos capaces,
más o menos íntegros, más o menos rigurosos. Además, no siempre será fácil
ajustar la realidad a los moldes de la ley, lo que añadirá complicación al
asunto.
—Poco hueco deja usted al optimismo.
—No me chupo el dedo. No debería chupárselo la sociedad. Por supuesto, los jueces de Pamplona han decidido en conciencia, según su leal saber y entender, ejerciendo la independencia
—quizá incluso exagerándola, para sustraerse a la voluble y evanescente opinión
pública— que les reconocen la Constitución y las leyes… Por supuesto, la
sociedad debería ocuparse de que los jueces se parecieran más a ella.
—¿Cómo?
—Otros sabrán. Pero las manifestaciones de estos días quizá
signifiquen que la sociedad está dejando de chuparse el dedo.
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