Algunos amigos sienten predilección por el Campo de Montiel. Otros, en cambio, miran exclusivamente para Ciudad Real o Madrid; creen de buena fe que, pasado el cerro de la Yezosa y hasta llegar a Andalucía, no hay nada: una terra incognita que el tren y la carretera cruzan veloces, pero donde no merece la pena entretenerse.
—Hombre, en Calatrava la Nueva hemos estado —alguien se da por aludido.
—Y en Valdepeñas —insiste otro.
—Yo fui una vez a Infantes —protesta un tercero.
Aunque haya dudas, nadie pide pruebas; para achicarles la ignorancia, un alma caritativa se ofrece a darnos posada en la Torre y a llevarnos de excursión por aquella comarca.
Ayer fuimos; las señoras, también. Antes de la nueve estábamos en la carretera; a las diez en Infantes. Infantes es villa señorial, cargada de blasones, que ha conocido mejores tiempos; ahora languidece, perdida la condición de capital comercial, agarrándose a algunos flecos, al turismo incipiente y a una pobre agricultura en la que se ocupan los viejos; sin hacer caso a las cruces, vemos la iglesia imponente de San Andrés, la plaza —en un costado, a ras del suelo, Sancho y don Quijote con sus caballerías—, unas lápidas feas —y delirantes— que envilecen la portada de la Encarnación, el convento de los dominicos donde murió Quevedo. Almedina, pueblo pulcro y vacío, de calles pavimentadas suntuosamente, enseña hermosas reproducciones de las obras de su hijo más ilustre —Fernando Yáñez: Hernandiáñez, le decían abreviando— y una fuente que mana abundante bajo el escudo de Carlos V. Cózar: ni un alma en las calles; la iglesia de San Vicente Mártir, cerrada a cal y canto, clama en el desierto esplendores de antaño. La Torre es grande y destartalada; en la iglesia hay un órgano de mérito; en una plaza, Quevedo absorto en sus cavilaciones.
—Quevedo escribió desde la Torre un soneto que no estaría mal leer en los postres del Día del Libro —dice don Juan.
No le prestamos atención; nuestro quevedismo se reduce a comer en un restaurante moderno —como todos los restaurantes modernos— que se llama, a saber por qué, El Coto de Quevedo; nos acomodamos en casa del amigo; visitamos la ermita de la Virgen de la Vega, el castillo de Montizón, la iglesia —cuatro viejas en misa— de Villamanrique; cenamos; dormimos en paz.
Hoy hemos madrugado de nuevo: castillo de la Puebla; en Terrinches la iglesia de Santo Domingo, la ermita de Luciana, la plaza estorbada de cachivaches; casas ostentóreas de Albaladejo y Montiel; la iglesia de Villahermosa; Fuenllana y el convento…
Durante la comida en la hospedería del Cristo vemos a todos los turolenses que existen manifestarse en Zaragoza; eso y un Lanza atrasado que se desborda en una pila de Marcas, Tribunas y Razones trae a la mesa el asunto de la despoblación: el Campo de Montiel no tiene niños ni los habitantes están ya en edad de engendrarlos; en quince o veinte años será un desierto demográfico como tantos de España.
Un cándido llora lágrimas de cocodrilo; otro propone soluciones cándidas; un tercero, Lanza en mano, resume lo que expertos y políticos predicaron en la “Jornada sobre desarrollo rural y despoblación en Ciudad Real” que se celebró en Terrinches hace un par de meses; y termina el resumen informándonos de que el propio ayuntamiento del pueblo ha aprobado una ordenanza contra la despoblación…
Una de las señoras, que parecía distraída, dice ex abrupto:
—No hay tiendas.
La miramos curiosos; continúa:
—En estos pueblos viven bien los viejos, que tienen todo lo que puedan desear; los varones heterosexuales de mediana edad, que pasan el tiempo libre en el bar con otros iguales que ellos, sin dar cuentas a nadie; las amas de casa vocacionales… Pensad en los niños: no juntan once para jugar al fútbol; en los jóvenes: no pueden ir al cine, a la discoteca, al concierto, a la librería; en los homosexuales: sentirán la presión de muchos pares de ojos pendientes de ellos…
—Hay buenas carreteras —protesta un cándido.
—Y calidad de vida —insiste el otro.
La señora permanece impávida:
—Llamáis calidad de vida al aire puro, a los tomates del huerto y a la tranquilidad: poca cosa comparada con Zara. Y, porque hay buenas carreteras, no es preciso vivir aquí: mirad la foto del Lanza.
La miramos; machaca:
—Ninguno de los que salen, ¡ni siquiera el alcalde!, vive a menos de cien kilómetros de Terrinches. Por algo será.
Mientras pagamos, don Juan sugiere:
—¿Hablamos de esto el domingo que viene?
Asienten. Yo pienso entre mí —pero me lo callo— que el domingo no estarán las señoras: faltarán opiniones autorizadas.
Asienten. Yo pienso entre mí —pero me lo callo— que el domingo no estarán las señoras: faltarán opiniones autorizadas.
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