domingo, 13 de mayo de 2018

Despoblación: modestas proposiciones

Le hemos pillado el gusto a los viajes. Hoy, las señoras también, al valle de Alcudia, un lugar espléndido y deshabitado. Los pueblos, desde San Lorenzo hasta Alamillo, agonizan exangües; las gentes que vivían en las fincas no viven o no tienen hijos que llevar a la escuela; si el campo de Montiel está a punto de convertirse en un desierto demográfico, el Valle lo es ya: no llega a los dos habitantes por kilómetro cuadrado.
—¿Y eso es malo? —pregunta uno desde el puerto de Mestanza; a nuestros pies la suave ondulación verde donde yerran en paz vacas y ovejas; enfrente la negra sierra de la Umbría; arriba el cielo de un azul limpísimo.
—Habría que verlo. Algunos de los países más ricos de la tierra —Canadá, Australia, por ejemplo— tienen densidades bajísimas; algunos de los más pobres están superpoblados.
—Pero en Canadá o Australia vive ahora más gente que nunca; aquí, en cambio, hay ahora menos gente que nunca.
—Puede ser por dos razones: o porque estas tierras no dan para mantener a más gente, o porque la gente, aunque coma de lo que aquí se produce, prefiera vivir en otros sitios. Sin descartar la primera, me inclino por la segunda.
—¿Por qué va a abandonar alguien su pueblo si tiene en él todo lo que necesita?
—Porque no hay tiendas, lo decíamos el otro día. O sea, pongamos aquí los mismos servicios públicos que en las ciudades: seguirían faltando otras cosas que hoy se consideran esenciales para el desarrollo personal: diversiones, bullicio, cultura, libertad… es decir, gente.
—De haber trabajo, la gente se quedaría.
—No lo creo. La gente viviría en otro sitio y vendría aquí solo a trabajar: mire los médicos, los maestros, los funcionarios de los ayuntamientos, los alcaldes, los ricachos de las fincas de caza: ni uno se queda a dormir. Recuerde que hay buenas carreteras.
—¡Tantas tradiciones perdidas…! —lamenta un cándido.
—Véngase usted a recuperarlas.
Del puerto de Mestanza vamos a Hinojosas por la carretera que ciñe la sierra de la Solana; bajamos al pantano; paseamos; encontramos excursionistas —equipados hasta la exageración— huéspedes de una casa rural.
—El campo es un parque o una cancha para los que viven en las ciudades: estos y nosotros —que también somos gente— venimos, emporcamos, cantamos tópicas loas a la naturaleza, a la vida auténtica de los indígenas, dejamos unos pocos euros… y regresamos tan contentos a casa. Si fuera obligatorio quedarse un mes nos amotinaríamos.
Comemos cerca de Cabezarrubias, bajo la estación del tren minero desmantelado que iba de Puertollano a Peñarroya. Don Juan recapitula:
—Si consideramos la provincia como unidad demográfica, veremos que en los últimos años esta de ustedes pierde habitantes, mientras que la capital los gana. Que la capital gane población les produce a las autoridades un gran regocijo: que los pueblos se yermen, una gran tristeza: ¿no les parece contradictorio?
—¿Por qué?
—Porque la gente que falta en los pueblos está en la capital, y la que falta en el conjunto de la provincia se ha muerto.
—Llorarán por los muertos, entonces.
—Quizá. En tiempos de recesión demográfica, para remediar la despoblación no basta evitar que la gente se vaya: es preciso devolver a los que se han ido o traer habitantes de donde sobran. Lo segundo obligaría a abrir las puertas de la inmigración generosamente; lo primero…
—A obrar milagros o a emplear la fuerza —propone el cínico.
Lo miramos desconcertados; él se explica:
—Tal vez se pudiera resucitar a los muertos, pero los que se han ido por propia voluntad no vendrán por propia voluntad: habrá que traerlos a empujones.
—¿Cómo?
—La deportación sería eficaz. Valdría también dispersar las dependencias de la Diputación —¿no es provincial?— por la provincia: recaudación, en Socuéllamos; obras, en Guadalmez; cultura, en Villanueva de la Fuente; servicios sanitarios y asistenciales, en Anchuras. Administraciones autonómica, central y universidad, lo mismo: facultad de medicina, en Alhambra; escuela de ingenieros, en Solana del Pino; letras, en Retuerta del Bullaque… Y, claro, obligar al personal a tener casa abierta y dormir todas las noches donde esté su trabajo. Cabría a continuación prohibir que se instalaran hipermercados y tiendas de marca a menos de cien kilómetros de la capital; cerrar los gimnasios, cines, piscinas cubiertas, etc. que existen y abrir otros en Horcajo de los Montes, Viso del Marqués, Almadenejos, Puebla de don Rodrigo…
—Poner en la plaza del Pilar el vertedero provincial de residuos sólidos urbanos ayudaría igualmente —apoya otro.
—Y llevarse el hospital general a Terrinches —insiste alguien.
—Más que las Jornadas...
Don Juan echa el alto:
—Si las autoridades oyeran lo que piden ustedes, les pasaría lo que al joven del evangelio: Cum audisset autem adulescens verbum, abiit tristis; erat enim habens multas possesiones.
—Pues que las disfruten y no hagan demagogia.
  

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