Colean aún los atentados de París y sus secuelas. A don Juan
le está decepcionando la reacción francesa:
—Me entristece que el parlamento haya aprobado con urgencia y
casi por unanimidad un recorte drástico de libertades y que los ciudadanos lo
acepten mansamente. Esperaba otra cosa de la patria de las libertades.
Me atrevo a justificarlo:
—Marine Lepen tiene muchos partidarios.
—Demasiados —constata don Juan—. Pero es ridículo e inútil
que los adversarios quieran arrebatárselos pareciéndose a ella.
—Entienda usted, don Juan, que todos estamos desorientados.
En estos casos es normal dar palos de ciego y hasta fanfarronear un poco: así
se disimulan las inseguridades.
—Lo entiendo perfectamente. Y creo que, para no perdernos del
todo, deberíamos balizar el terreno: marcar los límites entre lo que se puede
hacer y lo que no.
—¿Los conoce usted?
Ironiza:
—Si los conociera con absoluta certeza no estaría charlando
con ustedes: me habrían llamado al Elíseo.
Enseguida cambia de tono:
—Pero soy viejo y he visto muchas cosas. Sé que la libertad
es arriesgada, pero que recortar libertades no trae más seguridad. Sé que los
políticos sobreactúan —¡esa tonta exhibición militar en Bélgica!— cuando están
confusos; y, cuando no tienen talla de estadistas, manipulan en su propio
beneficio las emociones ciudadanas. Sé también que no es posible borrar la
historia, ni cambiar la realidad por arte de magia, ni eludir las leyes de la
geopolítica. Y sé, como todo el mundo, que muchas veces lo mejor es enemigo de
lo bueno.
—Concrete un poco, don Juan.
—En primer lugar, del terrorismo interior —e interior quiere decir ya europeo— han de
ocuparse los servicios de inteligencia, la policía —los soldados no saben de esto— y los jueces, adaptando las
leyes, pero sin tocar las libertades: si esto es una guerra, se
libra por ahí afuera —en Oriente Próximo, en el norte de África—; lo de
dentro es, como mucho, la quinta columna, o sea, terrorismo, y como tal
debe atacarse. En segundo lugar, el terrorismo no puede tener atractivo para
los jóvenes: si los condenamos a la pobreza, a la ignorancia y a la
discriminación, el terrorismo quizá sea una salida para los más vehementes; por
lo tanto, los jóvenes deben saber que estudiar merece la pena porque servirá
para escapar de la pobreza y de la exclusión. En tercer lugar, hemos de considerar que las sociedades monoétnicas no han existido casi nunca y,
probablemente, no existirán ya más; por tanto, el islam es una religión
europea; ahora bien, eso no tiene ninguna importancia siempre que las
creencias, las costumbres alimentarias o la manera de vestir sean tan solo
caprichos o manías personales que no amenacen la convivencia.
—No lo veo muy fácil.
—Lo de las libertades sí lo es; lo de la integración puede
serlo a medio plazo si aprendemos de los errores y actuamos con prudencia y
decisión; lo tercero, en cambio, aunque imprescindible, parece complicado:
resulta cómodo dividir el mundo en nosotros y ellos. Durante siglos, en Europa
—en España casi más que en ningún sitio— nosotros
hemos sido los cristianos, y ellos los musulmanes. Va a ser
trabajoso construir un nosotros nuevo
que abarque a los dos. Pero, definiendo bien y claramente el espacio público
de convivencia regido por las normas democráticas del estado laico y relegando la religión y la etnia al ámbito de lo privado, quizá se pueda lograr, aunque
hará falta tiempo y gobernantes menos mezquinos y más hábiles.
—La religión y los rasgos étnicos, después de muchos siglos, han
configurado maneras tan distintas de entender el mundo y de estar en él que
muchos estudiosos consideran incompatibles el cristianismo y el islam. Recuerde
a Huntington.
—¿Huntington? Creía que estaba enterrado con Fukuyama. Las civilizaciones
existen, obviamente, pero lo mismo que no conviene descartarlas tampoco es
necesario sobrevalorarlas y constituirlas en destinos implacables. Además, no
se trata tanto de civilizaciones como de individuos, pocos o muchos,
originarios de una determinada civilización que se han trasladado al ámbito de
otra. ¿Qué hacemos con ellos?
—Alguien lo sabrá. ¿Y lo de la historia y la geopolítica?
—Aquí sí hay que tener en cuenta las civilizaciones. Las
potencias europeas armaron un buen cisco en el mundo árabe cuando se desmoronó
el imperio otomano. Aquello ya está hecho; podemos lamentarlo, pero no
ganaremos nada. Lo prudente es manejarlo ahora con tacto: no humillar a la
población, procurar el desarrollo económico, promover cautelosamente las
libertades y la democracia, solucionar la cuestión palestina, cuidar la
estabilidad política —lo de Irak y Libia debe pasar a la historia como modelo
de insensatez que no se debe repetir—… Otro día hablaremos más despacio.
Cuando nos retiramos es de noche. Ojalá los dirigentes
europeos vieran en la oscuridad.
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