No pude acudir el viernes a la
presentación de Almágora porque tenía un compromiso social ineludible —la cena
de jubilación de un amigo—. Don Juan sí estuvo: hoy viene contento. El aprecio
de don Juan por la especie humana experimenta altibajos: unas veces —ahora, por
ejemplo— se encumbra a las alturas de la admiración, otras se arrastra por los
suelos cenagosos del desdén.
—Don Juan, ni lo uno ni lo otro: ya sabe
aquello de “la virtud, en el punto medio”.
—Ojalá fuera fácil la sensatez de
Aristóteles. Por lo común, la humanidad es borreguil, mezquina, ignorante,
pérfida, olvidadiza…
—Parece usted el fariseo de la parábola.
—Con una diferencia: yo no me creo mejor
que los demás. Ocasionalmente, sin embargo, la humanidad es libre, generosa,
inteligente, buena, agradecida…
—¿Por qué esos vaivenes?
—No lo sé, amigos. Los seres humanos, de
uno en uno, son cada cual de su manera, y lo son desde muy chicos: desde que terminan
el bachillerato; luego cambiarán poco, de modo que casi todas las vidas
individuales se nos muestran coherentes y previsibles: conversiones como la de
San Pablo no abundan. Por contra, las sociedades me parecen plásticas y
moldeables: si alguien las seduce y las entusiasma las puede llevar adonde
quiera y, si no hay nadie que las despierte, se estancan en la ramplonería
rutinaria y va cada uno a su avío.
—Entonces, lo de Almágora…
No me deja terminar. Le sale el entusiasmo
a borbotones:
—Lo de Almágora es un pequeño milagro
desde el mismo nombre. Querer reavivar el alma de Almagro y
convertirlo en ágora donde todos tengan cabida y voz, y todo se pueda
argumentar es un propósito estupendo. ¿No se han dado cuenta ustedes de que
muchas veces Almagro parece estar mudo? ¿De que las cosas que ocurren, buenas o
malas, no alcanzan repercusión ni para bien ni para mal? En algún momento he
llegado a pensar que esta mudez estruendosa se debe a la sordera: los
almagreños no hablan —civilizadamente, quiero decir; otra cosa es el balbuceo
inarticulado, el griterío primitivo de la maledicencia y la murmuración, los
lloriqueos pueriles— porque ni oyen ni atienden. Y si les llega en sueños, como un rumor
distante, / clamor de mercaderes de muelles de Levante, / no acudirán siquiera
a preguntar qué pasa.
—Exagera usted, don Juan.
—Exagero aposta. Quiero resaltar que estos
muchachos —para don Juan todo el que tenga menos de sesenta años es un
muchacho: yo mismo casi— de Almágora, con solo el entusiasmo, han
conseguido crear una máquina que sacuda y despierte a los almagreños, que los
seduzca, que les haga ver que lo que tienen es muy importante —porque es casi
único— y que bien conocido y gestionado puede convertirse en mina inagotable. Y
lo han hecho altruistamente. ¿Está justificado el entusiasmo?
—Habrá que ver cómo se desenvuelven.
—Habrá que verlo, sí. Pero, por lo pronto,
llenaron la iglesia de Nuestra Señora del Rosario; la gente estuvo atenta y
maravillada; el montaje fue espectacular; los objetivos quedaron clarísimos; la
lección de historia que nos dio Hidalgo, inmejorable; hubo patrocinadores para
el convite final y para cuidar de los niños mientras el acto; las autoridades
prometieron apoyo; los comentarios que oí al salir, además de admiración,
expresaban confianza…
—¿Nada le disgustó? Usted suele ser
crítico.
—No. No me disgustó nada. Yo también salí
entusiasmado. Los viejos, que acostumbramos a ser bastante escépticos,
necesitamos cosas así: nos revitalizan. A mí lo de Almágora me reconcilió con la
humanidad almagreña, no ya por los organizadores, sino por el público: Almagro estaba
muerto y ha resucitado; estaba perdido y lo hemos encontrado.
—A ver si la sobredosis de entusiasmo le
ha producido alucinaciones…
—Pudiera ser; no lo descarto. Tampoco lo
lamento: si este arbolillo que plantaron anteanoche recibe los cuidados que
merece, dentro de unos años podremos descansar bajo su sombra frondosa. Yo
espero verlo. Espero ver restaurado el magnífico edificio de la iglesia que nos
cobijó el otro día y espero ver cómo los almagreños, todos a una, conocen,
protegen y mejoran el patrimonio. Y también que lo explotan bien y le sacan
rendimiento.
—¿Qué cuidados hacen falta?
—Que muchos se sumen a este empeño, cada
uno con lo que tenga: imaginación, conocimientos… o dinero. El que tenga dinero
que ponga dinero —los empresarios, a cambio de publicidad; los hosteleros, a
cambio de clientes—. Y que nadie atraviese obstáculos. Estos muchachos —vuelve
a decir muchachos
y la palabra rezuma esperanza— no se pueden desanimar.
El entusiasmo es contagioso pero volátil.
Para espantar los pajarracos de la volatilidad pienso en la parábola del grano
de mostaza. Decido también que mañana mismo me haré socio: solo son veinte
euros al año.
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