Urco se
llamaba el perro de Marta Domínguez. En los siniestros apuntes de un médico capaz de mejorar el rendimiento de los atletas por métodos no
convencionales, Urco es Marta Domínguez, juguete roto.
Pronosticaban
un día siberiano, pero la mañana ha venido soleada, tibia, transparente. Don
Juan me llamó antes de las nueve y hemos dado un paseo en el campo. Por el
camino de Ciudad Real, cinco o seis kilómetros hasta la hoya de Nandín, y otros
tantos de vuelta por el camino de los Carros. Muchos ciclistas, con buenas
monturas y equipados de competición, nos adelantan o se cruzan con nosotros; también algunos atletas de zancada elástica, quizá entrenándose para pruebas
exigentes.
Naturalmente,
han salido en la conversación los atentados de París y de Bamako, pero la
suspensión de partidos en Bélgica —con histérica exhibición militar— y las
medidas de seguridad, mucho más proporcionadas, del llamado —a don Juan le
gustaría saber por qué, por quién y desde cuándo— Clásico, nos llevan al deporte. Ya habrá tiempo —este asunto, desgraciadamente,
no será moda pasajera— de volver al terrorismo y a la guerra —¿se le podría llamar cruzada?— contra la guerra santa.
Saben
ustedes que a don Juan el deporte le interesa muy poco: desde la infancia
remota, cuando jugaban rudimentarios y eternos partidos de fútbol en las eras, no
lo ha practicado jamás, y ahora sigue, sin entusiasmo, las grandes
competiciones tan solo para que nadie lo acuse de vivir en otro mundo.
—El deporte
es la religión de nuestro tiempo, la que más fieles tiene: cientos de millones
lo practican y miles de millones lo siguen. Como todas las religiones, para
algunos es un negocio fabuloso.
—Don Juan,
siempre se ha jugado. Ya sabe usted que Huizinga nos llamó homo ludens. Y nuestros parientes
animales juegan también.
—Pero el
deporte hoy casi nunca es juego; más bien es todo lo contrario
del juego, aunque se diga, con evidente inexactitud, que los futbolistas juegan
al fútbol. El juego es una actividad placentera que carece de cualquier fin que
no sea el juego mismo; las reglas del
juego, aun existiendo, son difusas, acordadas por los jugadores, y susceptibles
de cambios según el tiempo, el lugar o el humor de quienes juegan. Y, desde
luego, nadie se entrena para jugar: las destrezas o habilidades de cada jugador
se perfeccionan jugando. En cambio, el deporte es una ocupación férreamente reglada,
muchas veces trabajosa y ardua, y con fines utilitarios, ajenos al propio
deporte. El deporte exige sacrificios que el juego no
toleraría: entrenamientos monótonos y constantes, dietas y normas de vida
monacales, equipamientos carísimos, instalaciones sofisticadas, organización
burocrática… Si quiere apreciar las diferencias entre juego y deporte, mire a
los niños jugar espontáneamente en el parque y luego obsérvelos, cualquier sábado por la mañana, en los partidos del deporte
escolar. Y, sobre todo, mire a los padres.
—Los padres
quieren lo mejor para los hijos: que no anden en malos pasos y que se hagan
ricos.
—Que no
anden en malos pasos… Me cuesta mucho trabajo creer que el deporte sea
educativo. Lo cree sinceramente la mayoría de la población; lo creen las
autoridades políticas, sanitarias, docentes; lo creen los medios de
comunicación… Lo cree todo el mundo y, como lo cree todo el mundo, se destinan
al deporte ingentes cantidades de dinero. Pero a mí me cuesta mucho trabajo creerlo.
Me cuesta, incluso, creer que el deporte sea bueno. Al menos, la obsesión por
el deporte.
—Siempre
exagera, don Juan.
—En este
caso, no. El juego y el ejercicio físico
moderado son imprescindibles para la buena
salud mental y física. El deporte, mucho menos. Entre el juego y el deporte hay
la misma diferencia que entre la religión popular y las iglesias jerárquicas. Mire, si no, cómo aceptan los deportistas las
reglas que se les imponen, sin crítica ninguna, con un entusiasmo bastante
irracional.
—Como lo
oyeran…
—Esto no
saldrá de aquí. Y están los fanáticos. Los fanáticos religiosos se ponen
cilicios; los fanáticos deportivos se dopan.
—Se dopan
muy pocos. El dopaje cada vez está peor visto y más perseguido.
—Ojalá. Pero
mire a Marta Domínguez: un trasto viejo. Quienes la jalearon —y fueron muchos
en la prensa de la caverna— ahora no quieren saber nada de ella. Pobre mujer.
Don Juan
tiene estas cosas: no hace nunca leña del árbol caído. Los árboles caídos le
dan mucha lástima.
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