Don Juan es hombre sensato y razonable; no sabe de todo, pero sabe que de todo hay quien sepa: por eso se fía
de los especialistas. Quiero decir que, si tuviera que levantar una casa,
recurriría a un arquitecto, y que, cuando necesita que le poden la viña, no
echa mano del primero que pasa por la puerta, sino de alguien cuya solvencia
esté bien acreditada. Ustedes me dirán que eso es lo que hace todo el mundo.
Naturalmente; eso es lo que hace todo el mundo. Salvo cuando se tiene miedo.
—El miedo es
uno de los sentimientos esenciales y más poderosos de los seres humanos, y
también de los demás animales. Seguramente, la importancia evolutiva del miedo es
enorme: gracias a él huimos de los peligros, conservamos la vida y podemos
transmitirla a los descendientes. El miedo es, pues, una recurso biológico que
nos acompañará siempre.
—Sin
embargo, don Juan, los seres humanos, en todas las sociedades, desprecian el
miedo y aprecian enormemente su contrario: la valentía; es decir, el valor por antonomasia, el valor ante el
que palidecen los demás valores.
—Dime de lo que presumes…
Los que
conocemos a don Juan —ustedes, por ejemplo, hipotéticos lectores— sabemos bien que
su confianza en la humanidad no es ilimitada, y que hace un uso bastante
frecuente de la gramática parda.
Prosigue, ya en serio:
—En todas las sociedades algo complejas, el miedo y el valor están modelados —y
modulados— por factores culturales cuyo estudio, aunque dificultoso, puede
hacerse caso por caso. Otro día nos ocuparemos de ello. Lo evidente es que el
miedo sigue existiendo: el miedo individual y los miedos colectivos. De los
miedos individuales también nos ocuparemos otro día.
—Va dejando usted
muchas cosas para otro día. ¡Como hiciéramos la lista…!
—Hay más
días que longanizas —responde socarrón—. Los miedos colectivos son, a la vez, agregado y sublimación de miedos individuales. Y, aunque muchas sociedades modernas
presuman de haberlos reducido y se jacten de la seguridad de que disfrutan los ciudadanos, los miedos gozan de muy buena
salud y son esencialmente los mismos que en el Paleolítico. Todos ellos se
pueden resumir en uno: el miedo a lo nuevo, es decir, a los extraños, a lo
desconocido, a lo no previsto, a todo lo que amenace con perturbar las cosas
que damos por ciertas y firmes.
—Se olvida
usted, don Juan, de que siempre ha habido exploradores, aventureros,
revolucionarios…
—Y en
ninguna parte los han visto con buenos ojos… salvo que hayan tenido éxito: la
gente prefiere casi siempre lo malo conocido.
—Por eso las
sociedades tienden a la estabilidad, y todos los gobiernos se
afanan en lograrla o en restablecerla.
—Efectivamente.
Lo que más teme siempre cualquier gobierno es una catástrofe —sea natural o provocada— que amenace la estabilidad y
desate los miedos. Casi ningún gobierno se maneja bien en estos casos. Pero hay
individuos y grupos, pescadores a río
revuelto, que sí se manejan bien: siempre hay beneficiarios del miedo.
—¿Está usted
hablando de la amenaza terrorista, don Juan? ¿O de la incertidumbre política
que tenemos en España?
—También, aunque ahora me
quedo más cerca. Estoy hablando de una cosa que vi la otra tarde en Manzanares,
y hace un par de años en Almagro. Saben ustedes que en Manzanares hay un brote
de legionela que ha matado a dos
personas y ha hospitalizado a muchas. Hubo un pleno extraordinario
para tratar el asunto. Al pleno, claro, no acudió ningún especialista,
pero no me detendré en ello. Lo que me llamó la atención es que en la
plaza se congregó una multitud y que los ánimos estaban algo exaltados.
—Natural: la
gente tenía miedo, se sentía insegura… en esos casos se trastorna un poco la
razón…
—Y muy fácilmente puede prender la violencia —interrumpe don Juan bastante serio—. Si alguien
hubiera dicho que la culpa de todo la tenían los mendigos, los rumanos, el alcalde,
las monjas, los membrillatos, o cualquier otro, porque envenenan las fuentes,
ofenden a Dios o han roto alguna tradición sagrada, ya hubiéramos visto...
—Don Juan,
eso era antes.
—Antes y hoy, mientras la gente no aprenda a comportarse racionalmente
y a hacer caso de los especialistas. Por eso me asombraron mucho las
declaraciones de Vicente Tirado y de una responsable regional de Comisiones
Obreras; ellos sí saben: deberían obrar responsablemente, no como beneficiarios
del miedo ajeno.
—Ha dicho
usted también algo de Almagro.
—Hace dos o
tres años se instaló en Almagro un violador recién salido de la cárcel, o sea,
un ciudadano que había saldado deudas con la justicia. La reacción de muchos
vecinos y de ciertas autoridades no fue demasiado ejemplar.
—¿También en
ese caso deberían haber recurrido a los especialistas?
—En efecto.
Y no emular a los feroces individuos del Salvaje Oeste. Pero el miedo es libre,
y el aprendizaje de la democracia, trabajoso. Sin quitarles culpa a los ciudadanos comunes, me pregunto qué hacían las autoridades en la manifestación.
No sé qué decir: en estas cosas yo soy gente común.
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