Don
Juan está en Madrid. Esta mañana, después de votar en el colegio La Inmaculada,
de la calle García de Paredes, me ha llamado por teléfono. Hemos hablado de las
últimas entradas en el blog. No parece que le hayan gustado en exceso. Desliza una crítica velada: si fuera verdad
todo lo que he dicho, tendría que habérmelo callado. Pero enseguida pasa a
hablar de las elecciones. No nos hemos visto desde el puente de la
Constitución, de modo que tampoco hemos comentado la campaña. Don Juan, tras lamentar algunas banalidades, ciertos excesos y el tratamiento que le han dado
las televisiones —ya nadando todas en el fango del cotilleo—, dice:
—Esta
es la tercera vez que voto en diciembre. Las dos primeras fueron el referéndum
de la Ley para la Reforma Política y el de la Constitución. La Ley para la Reforma Política, que cabe en un folio, es un prodigio de eficacia, una
maravilla legal. Los reformistas del franquismo —es decir, los más listos, los conscientes de que el franquismo no podía sobrevivir a Franco— aprovecharon los recursos
franquistas para dinamitarlo, hasta las manipulaciones electorales: votaron los
muertos, los padres por los hijos, los ausentes… y quizá en algunos pueblos
hubiera pucherazos descarados. Yo, aunque la oposición —ya semiclandestina—
pedía la abstención, voté a favor. Gracias a Dios y a la sensatez de los
españoles —no de todos: estaba secuestrado Oriol, un mes después secuestrarían
a Villaescusa, y se produciría la Matanza de Atocha— la cosa salió bien. El 15
de diciembre de 1976 comenzó oficialmente la Transición Española.
—De
manera muy poco airosa —apunto.
—Usted
era ya adolescente. Quizá se acuerde. Hubiera sido más gloriosa una Revolución
de los Claveles —buena envidia nos dio a muchos españoles—, pero en cada
momento se debe hacer lo que se puede. Y eso se hizo de manera irreprochable:
vista desde ahora la transición española fue más prosaica, pero mejor que la
portuguesa.
Yo
tenía entonces dieciocho años. Vivía en Almagro. Si hago memoria, si pienso en
lo que había entonces aquí, creo que don Juan lleva razón. Prosigue:
—La
segunda fue el referéndum de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978. En
algo menos de dos años España se había convertido en una democracia completa,
equiparable a las mejores del mundo. Las triquiñuelas de 1976 hubieran sido ya
inconcebibles: había un buen sistema electoral, partidos —también el Partido
Comunista—, sindicatos, libertad de prensa, se había concedido una amnistía
completa para todos los delitos políticos, incluidos los de sangre… y unas
Cortes Constituyentes, elegidas limpísima y libérrimamente el 15 de junio
de 1977, habían redactado la Constitución que todavía está en vigor. Hoy no lo
parece, pero entonces aquel proceso asombró al mundo —y hasta a los españoles,
siempre tan tacaños con nuestros propios méritos—. Naturalmente, la
Constitución se aprobó por muy amplia mayoría, a pesar de que a gentes como
Aznar no les gustara demasiado. El 6 de diciembre del 78 se acabó la
Transición: España pasó a ser un país normal, como los demás del
Occidente europeo.
—¿Es
casualidad que todo fuera en diciembre?
—Supongo
que sí: sabe usted que no soy supersticioso, pero la historia está llena de
casualidades. Algunos podrían pensar que hoy, como aquel 15 de diciembre de
hace treinta y nueve años, estamos abriendo la puerta de una nueva etapa
política. Si así fuera, yo solo les pediría a los jóvenes que aprendieran de
los que entonces lo éramos. En unas circunstancias mucho peores que las
actuales fuimos capaces de salir con bien y de fijar unas reglas de convivencia
que han dado resultados excelentes: si ya no valen —si hoy se demuestra que ya
no valen— hagamos otras sin romper la baraja.
Mientras
me tomo un vermú en la plaza como si fuera el mes de abril, pienso en ello:
seguramente es verdad. Lo que dice de la política y lo que me reprocha
como escritor. Pero le doy más vueltas a esto último porque me pilla más
cerca: el que publica nunca debe dar explicaciones sobre lo publicado; lo
publicado ya no le pertenece: que el hipotético lector opine lo que le dé la
gana o se quede sin opinar. La única disculpa que tengo es la inexperiencia. Lo
dijo el rey viejo y lo repito yo: “me he equivocado; no volverá a ocurrir”.
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