El año pasado don Juan no quiso tratar el
asunto; hoy empieza con ganas:
—De todos los regímenes políticos que
surgieron en Europa Occidental —lo de Europa Oriental es otra cosa— a finales
de la primera mitad del siglo XX, el único que no hizo nada por integrar a los
perdedores, y los machacó y humilló de todas las formas posibles, fue el
franquismo. La perfidia del franquismo —primero muy sangrienta y, luego,
principalmente administrativa—
no tiene igual en Europa. Y su ruindad tampoco: López Camarena la describe muy
bien —supongo que sin darse cuenta— en el prólogo al primer volumen de las Efemérides manchegas.
—Pues Franco se murió en la cama.
—Tenía muchos partidarios; a menudo el mal
tiene muchos partidarios, no nos preguntemos por qué. Pero, si hubiera sido por
los alemanes, los italianos o los franceses, Hitler, Mussolini y Pétain también
habrían acabado los días plácidamente. Lo impidieron soviéticos,
norteamericanos y británicos.
—Sin embargo, en Italia, en Alemania y,
más todavía, en Francia, se dice lo contrario: que la mayoría de los ciudadanos
se opuso a los fascismos.
—Autoengaño comprensible y muy práctico.
No digamos nada de la oposición a Hitler en Alemania: inexistente; no hablemos
tampoco de los partisanos de Italia: tres docenas; fijémonos en la heroica Resistencia Francesa —¡Mayúsculas Mayúsculas!—: lean ustedes a Chaves Nogales, reparen en que los primeros tanques que liberaron París se llamaban Teruel o Guadalajara e iban llenos de españoles. La resistencia francesa fueron cuatro
gatos, y la retórica eficacísima de De Gaulle en los micrófonos de la BBC.
—Cuando rompe usted a exagerar, don Juan…
—No exagero. Quienes exageraron,
endulzando un poquillo la historia, fueron los nuevos regímenes que se
impusieron tras la Segunda Guerra Mundial. Muy razonablemente, pensaron: si
difundimos el mito de la resistencia casi unánime, no hace falta cargar la mano
en las depuraciones y pronto todos viviremos en armonía dentro
del mismo país. Añádanle a eso el Plan Marshall, mucha prudencia de
los gobernantes, bastante misericordia de los ciudadanos, generosidad para mirar hacia adelante, unos tragos de olvido… y
ahí tienen: los mejores setenta y cinco años de la historia de Europa.
—Edificados sobre la mentira.
—No tanto; más bien, sobre la utilidad. La
política no es el terreno de lo bueno y lo malo en abstracto, sino de lo
práctico: lo bueno es lo útil; la Verdad —¡Mayúsulas Mayúsculas!—, sobre todo
si se predica con énfasis, casi nunca es útil. Para que hubiera convivencia
tuvo que haber olvido… porque la alternativa era tremenda: matar o excluir a
más de la mitad de la población.
—¿Y en España?
—Ya les he dicho: el franquismo no lo
hizo; la mezquindad congénita se lo impedía. Hubo que hacerlo, con treinta y tantos años de retraso, en la Transición. Los primeros que se dieron cuenta de
la necesidad de la reconciliación
racional fueron los comunistas.
Producido el hecho biológico —el
franquismo era maestro en eufemismos: la muerte de Franco—, todos confluyeron
en que la reconciliación era inevitable para eludir males mayores. Cualquier
reconciliación implica olvido. Y se olvidó. De aquel esfuerzo de generosidad y
desmemoria, y de la correlación de fuerzas existente —es decir, del análisis
racional de lo que había, no de las ilusiones y ensueños— nació la Constitución
de 1978. Nunca los españoles han tenido tanto sentido práctico, nunca tanta sensatez —la sensatez es preferir el
pájaro en mano a los ciento volando: descartar el heroísmo teatral—. El
resultado ha sido excelente, dentro de lo que cupo, que es la única manera de
medir la excelencia en la vida.
—Pues ahora no lo parece.
—La Constitución está vieja y renquea,
pero los problemas que tiene son achaques de la edad y vicios de ejercicio —hablaremos de ambos algún día—, no de origen.
—Los jóvenes no opinan eso.
—¿Cuántos y cuáles? Los jóvenes que usted
dice son bastante cómodos y poltrones. Les gustaría que nosotros les hubiéramos
dejado el mundo apañado para siempre, es decir, querrían vivir en el paraíso. Pero
eso no es posible. Hicimos lo que pudimos con la mejor voluntad. Que hagan
ellos ahora lo mismo: que se procuren un sistema político para otra larga
temporada de libertades, convivencia pacífica y progreso económico. Que mejoren
lo que les dejamos y corrijan sus faltas. Si son capaces, que nos juzguen a los
de entonces; si no lo son...
—Qué duro es usted.
—No. Me fastidia el poco conocimiento de
la realidad que tienen algunos. Los marxistas sí lo tenían. Pero ya no hay
marxistas. Muchos jóvenes —signifique la palabra lo que signifique— son una
especie de anarquistas light que
se comportan como niños caprichosos. O como cristianos auténticos. No
sabe uno qué es peor.
Creo que don Juan se parece hoy a los
viejos gruñones que tanto detesta. Pero no se lo digo.
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