domingo, 20 de octubre de 2019

«La ciutat cremada»

—Se ha puesto de moda denigrar las nuevas tecnologías —tal nombre les daban hace unos años; ignoro si lo conservan— y, en particular, las empresas que las monopolizan, cada una en su campo: Google, Facebook, Microsoft, Amazon… Yo reconozco que algunas cosas les debo. Y ustedes, queridos amigos: les ahorraré ejemplos. O citaré solo uno, que hoy viene al pelo: de no ser por Google y Facebook, probablemente nunca hubiera llegado a conocer a Alfredo J. Ramos.
—¿Quién es ese? —pregunta el impulsivo.
—Un observador agudo y perspicaz, y un escritor fino, elegante, culto, irónico, buen dominador de las posibilidades del idioma, incluso de las más extravagantes —los palíndromos, por ejemplo—, que nos regala en Facebook los frutos de su ingenio con generosidad muy de agradecer. Además es poeta excelente: el último de los Cuadernos de humo, mano a mano con Antonio del Camino Gil, lo demuestra.
El impulsivo insiste:
—¿Por qué lo mienta?
Cuando quiere, don Juan puede ser sarcástico:
—Por si se les ocurriera leerlo. Búsquenlo.
—¿Nada más?
—Y por las NUL.
—Don Juan…
—NUL es el acrónimo de las Novelas de una línea. Se trata de un conjunto de nanorrelatos oportunos y sutilísimos que vienen ilustrados —o viceversa— por cuadros más o menos conocidos. El diálogo entre lo literario y lo pictórico se proyecta hacia la realidad como un láser: no solo alumbra, disecciona.
—O sea, que hablaremos de literatura.
—Y de óptica.
—Don Juan…
—Últimamente ha publicado una serie de cuatro NUL con el título —no tengo que explicárselo— de La ciutat cremada. Las tres primeras se complementan con sendos retratos femeninos de Ramón Casas.
El impulsivo reincide:
—¿Quién es ese?
—Un pintor formidable que retrató estupendamente a una cierta burguesía barcelonesa desde finales del siglo XIX hasta casi acabado el primer tercio del XX, es decir, en los años en que Barcelona fue la ciudad de los prodigios.
—También fue la rosa de fuego —deja caer el conservador.
—También. Y algunos medios nos lo recuerdan diariamente, a saber con qué intención.
El conservador responde irónico:
—Les gusta la historia.
Don Juan retruca:
—No había caído.
—La óptica, don Juan —corta un impaciente.
—El tercer nanorrelato de La ciutat cremada viene ilustrado por la pintura de una joven de negro que entra al dormitorio. El texto acaba así «…sobre la mayoría de las mentes sobrevolaba, entre un ruidoso aleteo de buitres en la noche, la amenaza terrible, demoledora, de efectos incalculables, del primer luto».
—¿Dónde está la relación con la óptica?
—Les he dicho que del diálogo entre la literatura de Ramos y los cuadros de Casas brota un láser que alumbra y disecciona. ¿No oyen el aleteo de los buitres en la noche? ¿No intuyen y se sobrecogen ante la posibilidad del primer luto?
No sé si el rojo pregunta o gime:
—¿A quién le conviene un muerto, don Juan?
El cínico se anticipa:
—A quienes se plantan a ambos lados de la barricada: jugarían con él al voleibol.
Don Juan lo mira con ligero reproche:
—La imagen es macabra, pero certera.
—Explíquela.
—En estos tiempos y en ciertas partes, los muertos, con su mera presencia, poseen un pavoroso prestigio.
—¿No valen igual todos los muertos en todos los tiempos y en todas partes?
—Claro que no: el estruendo que produce un cadáver donde no suele haberlos es ensordecedor; el que produce donde hay muchos todos los días resulta inaudible.
—Y aquí ahora no estamos acostumbrados…
—Por eso el impacto sería tremendo: uno de los nuestros convertido en cadáver nos confirmaría, sin género de duda, que llevamos razón; además, nos armaría de razones muy contundentes para seguir empecinados, firmes en las posiciones que mantenemos. Cargados de razón, podríamos arrojarles el cadáver, como un escupitajo en la cara, a los otros, ya viles definitivamente y, sobre todo, ya definitivamente equivocados.
—A las televisiones tampoco les vendría mal —insiste el cínico.
En el corro hay gestos de escandalizada desaprobación; en don Juan no:
—El seguimiento de la ciutat cremada que están haciendo las televisiones y radios es absolutamente banal y redundante, superfluo; en consecuencia, pronto suscita en el espectador, salvo en el muy morboso, hartazgo e indiferencia.
—¿Por qué?
—Desde dentro, todas estas revueltas —en París, en Quito, Santiago o Barcelona— son iguales. Por lo tanto, cada uno de los incidentes por sí solo carece de significado: de tan visto, es mera algarabía incomprensible. Y las televisiones y radios cansan al espectador aturdiéndolo con detalles, sensu stricto, insignificantes. Hablaremos otro día del cansancio de los espectadores, que deriva inevitablemente en deserción.
—O sea…
El cínico sonríe sin alegría ninguna:
—Que un cadáver nos sacudiría el aburrimiento.

domingo, 13 de octubre de 2019

Cumpleaños

Todavía frustrados —valga la exageración: muchos acudirían solo al reclamo del Nobel, bastantes ni así hubieran acudido— por el aplazamiento de la conferencia de Michel Mayor, ayer peregrinamos a Navaltizón: celebrábamos anticipadamente los ochenta años de don Juan.
En tales ocasiones comemos y bebemos despreciando los consejos de la edad y la prudencia; por tanto, la plática enseguida se sale de madre y anega territorios vastos e insospechados, a veces peligrosos; previsores que somos, nos sometemos antes a determinada liturgia, aunque laxa, inexcusable: preguntar por la salud y quejarse de ella; hablar del tiempo que huye y del que nos queda por delante, brevísimo; lamentar lo mal que va el mundo…
—Eso no —protesta don Juan con energía—. La historia de la humanidad avanza en dientes de sierra: hay periodos pujantes y etapas calamitosas; dentro de estas y de aquellos, el discurrir de la historia no es uniforme y dócil como el agua de un canal, sino anárquico y deshilachado como la de un arroyo de cuyo cauce principal se apartan reguerillas díscolas que quizá se demoren en remansos o se despeñen por cascadas…
—Claro, don Juan. Eso mismo nos lo ha dicho usted innumerables veces. Y Pero Grullo lo repite con frecuencia.
—Me halaga el emparejamiento. Pero Grullo recalca lo obvio porque es invisible.
La carta robada —ilustra el culto.
—No es preciso llegar tan alto. Basta recordar la infancia y juventud; compárelas con las de los nietos; salen ganando: ¿quién lo recuerda?
—Sobre ellos se ciernen negras amenazas, y por ninguna parte asoman dirigentes capaces de enfrentarlas.
—Menos una, gravísima e inédita, las amenazas que se ciernen sobre los jóvenes no son peores que las que nos amenazaban a nosotros. Y la calidad de los dirigentes ha sido siempre aproximadamente la misma.
—¿Cuál es la amenaza gravísima e inédita?
—El colapso ecológico.
—O sea, el cambio climático.
—No solo. Otros fenómenos se suman a él: lo aceleran, lo agravan y dificultan la posibilidad de combatirlo eficazmente.
—Díganos alguno.
—La superpoblación principalmente, y la desigualdad en el crecimiento demográfico y en el acceso a bienes necesarios y superfluos.
—¿Quién le pondrá el cascabel al gato?
—No lo sé, ni me importa demasiado: en el mundo que venga no estaré y en el que estoy ya no es el mío.
Don Juan, que podría haber hablado en plural, tiene a veces estos ataques de cinismo. Parece que me hubiera oído:
—No piensen ustedes que soy pesimista o cínico. Todo lo contrario: porque conozco a grandes rasgos la historia humana, soy optimista: confío en las generaciones que nos están remplazando.
—¿Ciegamente?
—Aún veo. Hemos hablado de la conferencia de Mayor: ¿cuándo había visitado Almagro una eminencia científica tan destacada? ¿Cuándo había existido en Almagro una entidad cultural como el Ateneo?
—Don Juan, que se mete con ellos a menudo…
—Hay cosas del Ateneo que me disgustan. O por decirlo con exacta precisión: hay rasgos —en verdad muy contagiosos— de ciertos ateneístas que se me hacen insoportables: la propensión a la solemnidad, a la grandilocuencia, al énfasis; la preferencia por lo largo frente a lo breve, por lo oscuro frente a lo claro, por lo grave frente a lo liviano, por lo difícil frente a lo fácil…
—Lo va arreglando usted…
—Pese a ello, les reconozco el rigor, la perseverancia, la enjundia, la calidad de las actividades, el talante abierto y curioso, la rectitud, la tolerancia… Lo que hacen ellos en Almagro no lo hace nadie.
—Una de cal y otra de arena.
—Así somos. Y lo afirmado del Ateneo, vale para España. Hoy se celebra la Fiesta Nacional. No faltarán plañideros, ni exaltados, ni escépticos. Sin embargo…
—¿España va bien?
—Sorprendentemente bien; desde luego, mejor que en la mayoría de los momentos de la historia. Para apreciarlo solo hay que alejarse un poco de las miserias cotidianas o mirar lo evidente, lo que muchos no ven.
—¿Y el mundo?
—Al mundo le ocurre otro tanto, al menos en el cauce principal; por los márgenes, en cambio, va quedando profusión de bonales desventurados, quizá perdidos irremisiblemente.
—¿Y nosotros?
—Lo dicho: nosotros no somos de este mundo. Nadie nos hace caso.
—¿Le duele?
—En absoluto. Me conformo con tener salud, valerme solo y mirar alrededor con distante, cariñosa e indiferente simpatía.
—¿Nada más?
—¿Le parece poco? Si se lo parece, añado dos deseos: perseverar en su venturosa amistad, y marcharme de aquí sin penar ni hace penar.
Los que han bebido inmoderadamente se burlan amables y ruidosos; los demás, en silencio, nos miramos al espejo. Enseguida brindamos: que así sea. Para don Juan, para nosotros y para todos los viejos del mundo… o del planeta, que dicen ahora.

domingo, 6 de octubre de 2019

Adveniet ut fur

¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
—¿Qué dice usted, don Juan?
—Que lean a Torrente si no lo leyeron en su momento.
Alguno no conoce más Torrente que el de Santiago Segura; se solivianta:
—¿Torrente… Torrente?
—Gonzalo Torrente Ballester fue un escritor desigual y fecundo —padre de diez o doce hijos, hubo de escribir mucho—, autor de novelas formidables. Una, menos leída de lo que merece, es La saga/fuga de J. B.
—Ah.
—¿La comentamos?
—Si quieren… Pero será mejor que reparemos en la actualidad.
—¿Qué actualidad?
—¿No han robado el Cristo de las Aguas?
—Ah.
El conservador, solemne, refuta a don Juan:
—Nadie ha robado el Cristo de las aguas: se lo ha llevado el señor obispo porque es suyo.
—Enseguida estamos ahí. Mientras, lean al menos el Incipit de La saga/fuga de J.B.: aprenderán.
—¿Qué aprenderemos?
—Que «al Santo Cuerpo Iluminado se lo llevó don Jacinto Barallobre porque era suyo —un día u otro se lo tenía que llevar. Si no él, sus hijos o sus nietos— y las lampreas han huido siguiéndolo —¿Qué vamos a comer ahora los pobres?—. Todos, los de arriba y los de abajo, sabían que a una cosa seguiría la otra: inexorablemente». Y, «sin Santo Cuerpo y sin lampreas, ¿qué va a ser de nosotros, Dios del Cielo?»
Don Juan anda muy cerca de los ochenta años; en la tertulia temen que empiece a extraviarse:
—Don Juan, vayamos por partes…
—Por partes vamos. Nuestro amigo afirma que no ha habido robo en el exconvento de las calatravas; aceptémoslo: al señor obispo «no hay quien pueda acusarlo de robo ante ningún tribunal civil ni eclesiástico». Pero también es cierto que el señor obispo vino como escriben san Pedro y san Pablo que vendrá el Día del Señor y, sin dar explicaciones —ni al ayuntamiento, que cuida de aquello, ni al cura ni a las más adictas feligresas—, se llevó el Cristo sepa Dios adónde.
—Al museo diocesano.
—Eso cuentan, sí. O sea: donde bastantes almagreños ven un Cristo, es decir, una imagen sagrada digna de culto y devoción —con el propósito de venerarla, precisamente, se la pidieron al obispo en comodato: no accedió—, el prelado ve tan solo un objeto artístico que debe custodiarse en el museo.
—Se trata de una imagen valiosa: ¿qué hay de malo?
—Miopía, desdén... quizá previsión materialista y avara. Los objetos artísticos son bienes que los peritos tasan: si al dueño se le antoja, susceptibles de transacciones mercantiles.
—Está usted haciendo juicios de intenciones.
—No: conozco la trayectoria del obispado. Jamás ha mostrado inclinación ninguna hacia las Calatravas; solo interés económico: el obispo Piñera solicitó la cesión —¡en 1902: desde 1876 podía!— al Ministerio de Hacienda por conveniencia y echando alguna mentirijilla; ya puestos, el obispo Hervás mintió a lo grande en el momento de la inmatriculación —julio de 1975; certifica que lo posee «desde tiempo inmemorial»: mentira, y gorda—; debieron empezar entonces las desavenencias con los dominicos, las cuales culminan al marcharse estos —¿por qué los dominicos se llevan el Cristo de la Misericordia, que ha estado siempre en Almagro, y le dejan al obispado el Cristo de las Aguas, que ellos habían traído?—; una vez vacío el exconvento, el obispo Melgar no ha tenido otro afán que el de convertirlo en dinero: cuanto más y cuanto antes, mejor.
—¿Y las lampreas, don Juan?
—La Tía Benita dos Carallos «pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas»; que se han llevado el Cristo, digo, o Corpo Santo, grita. Don Acisclo culpa al deán de que el robo haya podido producirse «porque ustedes llevan más de mil años aceptando el desafuero de que el Cuerpo Santo no sea propiedad…»
—Don Juan, las lampreas.
—A la mayoría de los almagreños lo que guarde el exconvento de las calatravas le importa un carallo —el propio exconvento, así así: por algo será—; el Ministerio de Hacienda acaso tenga olvidada y traspapelada la Real Orden de 17 de febrero de 1903; al gobierno de Sánchez y su vicepresidenta —ocupados ahora en tareas más acuciantes— probablemente no les dé tiempo a revisar las inmatriculaciones eclesiásticas…
—Las lampreas, por favor…
—Luego precisamos una Tía Benita dos Carallos vigilante y gritona, y un don Acisclo Azpilicueta insistiendo tenaz en que las Calatravas no son del obispado —la inmatriculación, por mentirosa, ilegítima—; precisamos, sobre todo, que los almagreños y las autoridades locales, provinciales y regionales —Madrid tal vez no se detenga en pequeñeces— aguijen al Ministerio de Hacienda para que recupere lo que es suyo y, entre tanto, impida al obispo vender el edificio. ¡Porque, si apareciera un comprador de buena fe, Almagro se quedaba sin Cuerpo Santo y sin lampreas…!

domingo, 29 de septiembre de 2019

La cruzada de los niños

—Hemos leído por ahí que la revista Historia de National Geographic va a publicar pronto amplia información sobre la Cruzada de los Niños: estupenda idea.
—¿Por qué?
—Porque ahora, ochocientos y pico años después, también hay cruzadas infantiles.
—Ya no hay cruzadas, don Juan —afirma el escéptico.
—¿Que no? Muchas. En el sentido estricto y en los figurados que imagine. Respecto al primero, no tiene más que preguntar a los yihadistas: lo creen a pie juntillas. En cuanto a lo segundo, mire a Greta.
—¿Garbo? —pregunta el cínico con retintín.
—Thunberg.
—¿Qué tiene que ver Greta Thunberg con la Cruzada de los Niños?
—Es la elegida para convencer al rey de Francia. O, en su defecto, para remplazarlo.
—¿Rey de Francia? Explíquese, por favor.
—Según dicen, a primeros de 1212 Nuestro Señor Jesucristo se le apareció a un niño francés; le mandó que llevara una carta al rey instándole a convocar de inmediato una Cruzada; el niño llevó la carta; el rey, quizá con buen criterio, no hizo caso; Nuestro Señor Jesucristo insistió: se apareció de nuevo al nene; le urgió que la convocara y encabezara él mismo; le aseguró que, cuando sus huestes llegaran, el Mediterráneo se abriría como se abrió el mar Rojo ante los israelitas; y que conquistar Jerusalén sería pan comido.
—Naturalmente…
—Naturalmente, la empresa fracasó. Ahora bien, eso carece de importancia: aunque el entusiasmo atropellado de los pibes provocara desastres; aunque los habitantes de pueblos y ciudades temblaran a su paso; aunque ellos mismos padecieran innumerables desventuras; aunque no pocos desertaran y muchos murieran; aunque los rezos fervorosos no conmovieran al Mediterráneo; aunque unos mercaderes desaprensivos se ofrecieran a pasarles el mar y, una vez en Alejandría, los vendieran como esclavos… lo importantes es que la ola de exaltación fanática recorrió Europa entera; que inflamó miles de pechos generosos con la llama disparatada y pueril de la fe… y que muy pocos se atrevieron a manifestar que aquella era una idea estúpida; al revés: concitó múltiples adhesiones, sinceras o no.
El rojo se escama:
—No compare, don Juan. La Cruzada de los Niños —las Cruzadas en general, si me apura— era, efectivamente, un disparate; la lucha contra el cambio climático, una necesidad perentoria.
—Nadie lo duda. La humanidad —por su propio interés, no por el bien del planeta, que ni siente ni padece y sobreviviría tan ricamente sin nosotros— debe hacer lo antes posible cuanto sea preciso para revertir el conjunto de fenómenos que llamamos cambio climático. El cambio climático es ya tan cierto que no necesita más demostración que la estulticia cruda y obvia de quienes lo niegan: haga la lista y verá.
—¿Entonces?
—Lo uno no quita lo otro. Los objetivos son bien distintos; el movimiento es idéntico: los mismos líderes atolondrados, el mismo entusiasmo arrebatador, el mismo desprecio de las dificultades, la misma descarnada severidad, la misma altanería frente a los tibios, la misma estrechez mental, la misma impudicia emotiva… y las misma adhesiones precavidas, halagadoras, hipócritas de la prensa, de los responsables políticos, de los intelectuales, de cualquier biempensante que se apunte y suscriba —en change.org, claro— todas las buenas causas.
—¿Yo, por decir alguien? —pregunta escocido.
—Usted es persona sensata. Por eso, en lo de la pobre Thunberg habrá cosas que también le hayan sorprendido e incomodado, estoy seguro.
Titubea:
—Hombre… Thunberg se parece a Juana de Arco.
—En el cándido y obcecado frenesí proselitista, en la determinación ciega; acaso en creerse providencial; y, desde luego, en estar desperdiciando la juventud. Quiera Dios que no se estrelle, que no acabe en la hoguera.
—Y me choca que los dirigentes mundiales la dejen hacer.
—Sorprende, sí, que se achiquen, reculen y la jaleen: ellos, que tienen la obligación, la capacidad y la responsabilidad ineludibles de obrar lo que proceda. Las eluden, sin embargo; escurren el bulto sumándose al cortejo: «No es preciso que movamos un dedo; Dios, por intercesión de Greta, nos echará una mano», pensarán. Como es lógico, ninguno escapa a la tentación de salir en la foto con ella
—¿Y la prensa?
—La prensa, al oportunismo, que es lo suyo: ¡hoy han sacado a Greta Thunberg en Corazón corazón!
Interviene un biempensante:
—Greta Thunberg nos ha concienciado muy eficazmente de algo que muchos no terminaban de creer.
—Ojalá.
De vuelta a casa veo los mismos contenedores atestados de desechos sin clasificar: Almagro está lejos, la concienciación tarda. Me da por pensar, pero guardaré el secreto, que estas buenas causas —no es preciso enumerarlas— elevadas, transversales, indiscutibles, bonitas, tal vez estén distrayendo a los jóvenes de enfrentarse a otras prosaicas, de clase, ásperas y cenagosas: el tétrico futuro laboral que les espera, por mentar una.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Con estos bueyes tenemos que arar

Aun en plena vendimia, huyendo de las lluvias que anunciaban diluvio, don Juan se vino ayer tarde para Almagro; estuvo en el concierto de las bandas de música; hoy acude a la tertulia a comentar la actualidad.
—No es exactamente así, querido amigo: acudo a la tertulia a tomar copas con ustedes y a conversar un rato.
—¿Qué es la actualidad? —pregunta el despistado.
—Las cosas de que habla todo el mundo —responde alguien sin pensarlo mucho.
—Y ¿quién es todo el mundo?
—Hombre…
Don Juan aborta el conato de círculo vicioso:
—Pero Grullo sostendría que la actualidad es el conjunto de cosas que ocurren actualmente. Aunque eso no es decir nada: en el mundo ocurren en cada momento infinitas cosas.
—¿Entonces?
—Entonces, al menos en teoría, cada uno selecciona las que le pillan cerca: esa es para él la actualidad. Grupos de personas próximas —en cualquiera de los sentidos del término— se verán afectados por lo mismo: compartirán actualidad.
—¿Por qué recalca en teoría?
—Porque habitualmente la actualidad se nos impone, no la escogemos. En estos tiempos hiperconectados, las redes y los media deciden qué es la actualidad. Nosotros, corderitos, hablamos de ella.
—¿Usted?
—Les dije hace poco que también soy gente. No obstante, a veces me fijo en cosas que a otros apenas les interesan.
—Díganos una.
—Me ha llamado la atención el nombramiento de Natalia Menéndez para dirigir el Teatro Español y las Naves del Matadero. Creo que Andrea Levy ha elegido bien.
—¿No le molesta que hayan echado a los que había?
—La dirección de ciertos organismos, entidades e instituciones debería estar a salvo de los vaivenes políticos; pero, si desgraciadamente no es así, prefiero que nombren a personas competentes. Menéndez es persona competente. Ojalá acierte.
—Sabrá que hay elecciones generales —ironiza uno.
—Por supuesto
—¿Le ha sorprendido?
—Ni a mí ni a nadie. Como a la mayoría, me ha decepcionado un tanto; no mucho: en julio gasté la última reserva de optimismo que guardaba desde el 28 de abril.
—¿Qué hará el 11 de noviembre?
—Votar, por supuesto. Mientras llega el momento, apartarme de la actualidad, o sea, huir de la granja político-mediática —cerdos, gallinas, vacas, ovejas, perros guardianes y perros de carea— cuya ruidosa algarabía cacofónica resulta exasperante; y, salvo con ustedes, no hablar con nadie de las elecciones.
Democracia es votar —repite un loro.
—Nos estamos hinchando —apostilla por lo bajo el cínico.
—Democracia es muchas más cosas; sin embargo, votar es parte esencial de la democracia. Los que ahora fomentan la abstención o lo hacen por insensato oportunismo —muchos periodistas: periodista rima estupendamente con oportunista— o preferirían regímenes de resolución sumaria —sumarísima—: los viejos recordamos bien lo que decía Franco al respecto. Vacunado, en esto de votar —y en todo— defiendo la gula, aborrezco el ayuno.
—Reconocerá que los dirigentes no han dado la talla.
—Lo reconozco: han demostrado —¡una vez más!— considerable ineptitud.
—¿Por qué?
—El inepto no pierde oportunidad de exhibir la ineptitud.
—Don Juan…
—Puesto que casi los doblo en edad, podría apuntarme al tópico: decir que el mundo va a peor; que Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias son un hatajo de jovenzuelos caprichosos y malcriados, inconscientes e irresponsables, que se ofenden y se frustran por cualquier menudencia; que acaso no les iría mal un tirón de orejas. Salvo en lo primero, tal vez acertara; pero con estos bueyes tenemos que arar. Además, por ahí afuera no están para darnos lecciones, y la culpa no es solo de los dirigentes.
—¿Con quién la comparten?
Don Juan resopla:
—Uf. Los partidos políticos, elementos esenciales de la democracia y maquinarias excelentes para muchas cosas, vienen con un defecto de fábrica extraordinariamente contagioso —no hay sino mirar a los nuevos—: son mezquinos, es decir, promocionan a los mejores para el propio partido, no a los mejores para el conjunto de los ciudadanos. Los ciudadanos, por su parte, tampoco ayudan: con frecuencia se dan al juliganismo —acuérdese, por ejemplo, de los que gritaban a todo pulmón «¡Con Rivera no!»—. Y a ver quién les lleva la contraria; a ver quién les lleva la contraria a las redes, a los periódicos —más que informar, presionan—, a los consejeros áulicos: los que juegan a Rasputín —o a Arriola—, como Iván Redondo. Para ello habría que…
—¿Resucitar a Washington, a Bismark, a Churchill?
—Nadie resucita; tenemos estos bueyes; luego solo una ciudadanía responsable, digna, crítica, consciente de su propio valor les hará enderezar el surco. A latigazos, si es preciso.
Mucho pide don Juan, pienso para mis adentros: incluso aquí en el corro los hay dejados, criticones, inconscientes, superficiales… Pero, al menos, irán a votar. ¿Látigo en mano?

domingo, 15 de septiembre de 2019

Ejercicio de estilo

A don Juan le formulan a menudo preguntas que no sabe contestar; aunque podría salir del paso más o menos airosamente, no le importa manifestar la ignorancia; si esta es vencible promete vencerla en un plazo prudente; si no, lo confiesa de inmediato. Hoy, por ejemplo, a propósito de cierta entrada del blog recordada días atrás, alguien indaga:
—¿Es Almagro un pueblo culto, don Juan?
Y don Juan:
—Solo cabría responder a la pregunta figuradamente.
—Quiero decir que si los almagreños somos cultos.
—No los conozco a todos, pero no faltarán ni cultos ni ignorantes.
—¿Y la media?
—¿Cómo la sacamos? ¿Por la gente que lee? ¿Por la gente que lee periódicos? ¿Por la gente que lee en la biblioteca? ¿Por los que asisten al teatro, a conciertos, a conferencias, a exposiciones? ¿Por los miembros de asociaciones culturales? Lo ignoro. Sí me parece observar, en cambio, un notable aumento —o una mayor visibilidad— de las personan que muestran, como mejor les cuadra, inquietudes creativas: músicos, teatristas, pintores, poetas, novelistas, historiógrafos… ¿Cuánta repercusión, cuánto reconocimiento encuentran? No lo sé. Nosotros —don Juan, misericordioso, habla en primera persona del plural— procuramos estar al tanto.
—Siempre se escapará alguno.
—No por desinterés. Hace poco tuvimos noticia de este libro —lo enseña: De dragones, de estrellas y del Corral de ver y oír las comedias—; lo hemos leído.
—¿De quién es?
—De Montserrat Rayo Olmo. No la conocemos personalmente; leímos un librito suyo sobre la mudanza de los calatravos a Calatrava la Nueva: nos gustó.
—¿Y este?
—También. Trata, además, de un asunto capital para los almagreños: el Corral de Comedias.
—¿Novela histórica? —inquiere un resabiado.
—Novela fundada en la historia, que no es lo mismo. El libro parte de una ambición genuinamente literaria que supera con mucho la del simple entretenimiento. De ahí que los personajes aparezcan sólidos y complejos; que el ambiente y el tiempo se recreen con fidelidad, elegancia y viveza; que las peripecias configuren un argumento bien equilibrado, estructuralmente armónico y coherente, en donde lo imaginario, lo hipotético y aun lo fantasioso se acoplan de modo natural y verosímil con el entramado de la historia verdadera; el lenguaje —matizaremos pronto— es rico y jugoso: combina ágilmente los dichos populares, incluso vulgares, con el registro culto, y permite pasar de lo solemne a lo graciosos o a lo irreverente sin sobresaltos… En fin, que se notan el trabajo, los conocimientos históricos, el genio verbal y las dotes artísticas de la autora.
—Mucho es. ¿Le encuentra peros?
—Solo uno, y derivado precisamente de la ambición.
—¿Es pecado la ambición?
—Dentro de unos límites, no. Ahora bien, los autores primerizos suelen caer en la tentación de mostrarnos todos sus talentos de una sola vez: con frecuencia se exceden.
—¿En qué se excede la autora?
—En el lenguaje: pretende imitar el de la época.
—¿Lo consigue?
—A duras penas; desde luego, peor de lo que asegura la autora del prólogo: sin entrar en los motivos por los que un autor se impone la tarea, ardua, de resucitar un lenguaje o una forma literaria periclitados —parodia, pastiche, ejercicio de estilo, ingenua exhibición de habilidades, o cosecha de determinados efectos estéticos inalcanzables de no ser por este medio—, los lectores tenemos derecho a pedirle —por su bien— que atine: de otro modo, acaso lo que aspiraba a pastiche se quede en parodia.
—¿Sucede aquí?
—A ratos.
—Ponga ejemplos.
—La obra está infestada de arcaísmos y de anticipaciones. Respecto a los primeros, sobra con mencionar uno omnipresente: la efe inicial en palabras que la perdieron; ya saben: fablar, facer, fermosura, ferida En estas tierras al comenzar el siglo XVII tal efe llevaba muchísimo tiempo muerta y enterrada: basta recordar a Juan de Valdés, que el hinojo —en Aragón todavía finojo— fue la planta emblema de los Reyes Católicos, que cuando don Quijote fabla los circunstantes se mofan —cuando habla se admiran, y que la fabla en el teatro es siempre burlesca. Luego…
—¿Las anticipaciones?
—Por lo que toca a nuestro libro, llamo anticipaciones a las palabras o giros incorporados a la lengua después de 1700, o sea, aquellos que Leonardo de Oviedo y sus contemporáneos jamás llegaron a oír —ni a usar, claro. En la primera página hay varios, de modo que los fui apuntando, me cansé enseguida, me olvidé de ellos y disfruté del libro: creo que acerté.
—Díganos algunos de todas formas.
—Ahí va un puñado: quehaceres, camino a seguir, laudo, emerger, roló, pletórico, a rebufo —¡menos de cuarenta años lleva entre nosotros fediendo a gasolina!—, parafernalia… Todo en ocho páginas apenas.
—¿Descalifica eso al libro?
—No. El libro, aunque sufre, aguanta.
—¿Entonces?
Ejercicio de estilo, que nunca sobra. Traducido al castellano de hoy ganaría.

(Montserrat Rayo Olmo. De dragones, de estrellas y del Corral de ver y oír las Comedias. Almud ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2019. Dieciocho euros.)

domingo, 8 de septiembre de 2019

Búsquedas y hallazgos

Como todo el mundo, hemos estado atentos a la desaparición de Fernández Ochoa; hoy lamentamos su muerte y la de Camilo Sesto: ¿colegas de infortunio? Algunos, además, se atreven a filosofar sobre la difícil asimilación del éxito; sobre el dinero que nos gastamos en búsquedas y salvamentos; sobre el manejo de estos tristes asuntos por los medios de comunicación; y sobre otras tantas cuestiones elevadas que, en general, se resuelven en lugares comunes, grandes quejas imprecisas y solemnes naderías que tranquilizan mucho al emisor, alcanzan de inmediato la aprobación del auditorio, y al final, naturalmente, se quedan en mera verborrea decorativa.
—Así debe ser, querido amigo —corta don Juan sin aire de reproche.
—Usted siempre dice…
—Siempre digo que cada cosa a su tiempo….
Y las uvas en habiendo —puntualiza uno.
Don Juan sonríe:
—O los nabos en Adviento: escoja. Ante cualquier tragedia o suceso doloroso basta expresar el dolor; no es preciso hacerlo de modo original. Y lo mismo cabe decir de las alegrías y hasta de las trivialidades. Los seres humanos albergamos por lo general sentimientos parecidos o idénticos y, en consecuencia, los mostramos de manera parecida o idéntica. La fórmula empleada, tras incontables usos, se gastará, se remplazará y santas pascuas. Ahora bien, es preferible que la fórmula sucesora brote del genio del idioma, encarnado en la gente común; no de la cursilería periodística, casi siempre ridícula.
—Hay quien la imita.
—Y es muy contagiosa: los medios gozan todavía de cierto prestigio. Lástima que, a menudo, lo inviertan en  trivialidad, sensacionalismo y cursilería.
—Por algo será.
—Algunos creen que el gremio ha abdicado de sus responsabilidades. A mí me basta una explicación más sencilla: porque es fácil y produce réditos inmediatos; observen un caso ejemplar: cierta cadena de televisión ha conseguido en poco tiempo que la llamen La Sékesta, cuando la mayoría de los espectadores sabe que el ordinal posterior al quinto y anterior al séptimo es —infausto día para mentarlo— el sesto. Si nos imponen cómo hemos de hablar, con menor esfuerzo nos impondrán de qué hemos de hablar e, incluso, qué hemos de pensar.
—Habrá de todo.
—Gracias a Dios. Sin embargo, conviene mantenerse despiertos para impedir que nos lleven dócilmente del ramal.
—¿Predica usted la insumisión?
—Predico la curiosidad y la libertad. La curiosidad alerta y crítica resulta estimulante y beneficiosa; a veces, nos conducirá por sendas difíciles y solitarias; a veces, por calles anchas, bien pavimentadas y concurridas: que cada uno elija lo que le dé la gana.
—Es más cómodo andar en el rebaño por caminos trillados.
—Quizá. Pero curiosidad tiene todo el mundo; basta ejercitarla… y no es preciso ir al gimnasio. Para mí, por ejemplo, lo único interesante en la búsqueda de esta mujer ha sido lo que han encontrado.
—Claro, don Juan: a ella.
—No. Eso lo esperábamos: las circunstancias del extravío y del fallecimiento eran previsibles. No esperaba, en cambio, que los equipos de rescate fueran a encontrar tan abundantes y variados desperdicios.
—El Everest está lleno de basura.
—Habrá que preguntarse por qué.
—¿Por qué?
—Los sociólogos, los economistas, los psicólogos y demás estudiosos de la conducta humana lo explicarán.
—¿Usted no?
—Se me ocurre constatar una obviedad: desde antiguo sabemos por experiencia que los ricos tiran, mientras que los pobres recogen y guardan. En algún momento de la historia reciente algún avispado concibió la brillante idea de explotar el hecho en beneficio propio.
—¿Y enriquecerse? ¿Recogiendo lo que tiraban los ricos?
—No: consiguiendo que los pobres se creyeran ricos. O sea, poniendo a su alcance, por un módico precio, la posibilidad de tirar, en el sentido más amplio de la palabra.
—¿Tirar qué?
—Cualquier producto inútil que hayan debido adquirir antes: existen una industria y un comercio potentísimos dedicados a fabricar y vender basura.
—¿Basura?
—Claro. Trastos de usar —poco— y tirar —enseguida— que se reponen incesante y vertiginosamente: ¿quién compra hoy con la intención de que lo comprado le dure toda la vida? Cuatro excéntricos. Más recientemente aún se ha coronado el pastel con una guinda formidable.
—¿Cuál?
—El reciclado.
—Se recicla para salvar el planeta.
—Ojalá. Se recicla para que continuemos tirando a lo grande y sin culpa; en los recipientes adecuados, claro está. Si hubiera voluntad de salvar el planeta, se pondría el máximo cuidado en producir menos, consumir menos y tirar menos.
—Entonces, ¿cómo calificamos al que tira cosas en cualquier sitio?
—No como un guarro, desde luego, sino como un cándido: un pobre bruto ingenuo que, porque puede tirar, se cree rico. Los pobres refinados tiran más y se creen más ricos, pero —cívicos ellos— depositan los residuos en lugares ad hoc.
—¿Y usted?
—Yo también soy gente.