Como todo el mundo, hemos estado atentos a la desaparición
de Fernández Ochoa; hoy lamentamos su muerte y la de Camilo Sesto: ¿colegas de infortunio? Algunos, además, se atreven a filosofar
sobre la difícil asimilación del éxito; sobre el dinero que nos gastamos en
búsquedas y salvamentos; sobre el manejo de estos tristes asuntos por los medios
de comunicación; y sobre otras tantas cuestiones elevadas que, en
general, se resuelven en lugares comunes, grandes quejas imprecisas y solemnes
naderías que tranquilizan mucho al emisor, alcanzan de inmediato la aprobación
del auditorio, y al final, naturalmente, se quedan en mera verborrea decorativa.
—Así debe ser, querido amigo —corta don Juan sin aire de
reproche.
—Usted siempre dice…
—Siempre digo que cada cosa a su tiempo….
—Y las uvas en habiendo —puntualiza uno.
Don Juan sonríe:
—O los nabos en Adviento: escoja. Ante cualquier
tragedia o suceso doloroso basta expresar el dolor; no es preciso hacerlo de
modo original. Y lo mismo cabe decir de las alegrías y hasta de las
trivialidades. Los seres humanos albergamos por lo general sentimientos
parecidos o idénticos y, en consecuencia, los mostramos de manera parecida o
idéntica. La fórmula empleada, tras incontables usos, se gastará, se
remplazará y santas pascuas. Ahora bien, es preferible que la fórmula sucesora
brote del genio del idioma, encarnado en la gente común; no de la
cursilería periodística, casi siempre ridícula.
—Hay quien la imita.
—Y es muy contagiosa: los medios gozan todavía de
cierto prestigio. Lástima que, a menudo, lo inviertan en trivialidad, sensacionalismo y cursilería.
—Por algo será.
—Algunos creen que el gremio ha abdicado de sus
responsabilidades. A mí me basta una explicación más sencilla: porque es fácil
y produce réditos inmediatos; observen un caso ejemplar: cierta cadena de
televisión ha conseguido en poco tiempo que la llamen La Sékesta, cuando
la mayoría de los espectadores sabe que el ordinal posterior al quinto y
anterior al séptimo es —infausto día para mentarlo— el sesto. Si nos
imponen cómo hemos de hablar, con menor esfuerzo nos impondrán de qué hemos de
hablar e, incluso, qué hemos de pensar.
—Habrá de todo.
—Gracias a Dios. Sin embargo, conviene mantenerse despiertos
para impedir que nos lleven dócilmente del ramal.
—¿Predica usted la insumisión?
—Predico la curiosidad y la libertad. La curiosidad alerta y
crítica resulta estimulante y beneficiosa; a veces, nos conducirá por sendas
difíciles y solitarias; a veces, por calles anchas, bien pavimentadas y
concurridas: que cada uno elija lo que le dé la gana.
—Es más cómodo andar en el rebaño por caminos trillados.
—Quizá. Pero curiosidad tiene todo el mundo; basta
ejercitarla… y no es preciso ir al gimnasio. Para mí, por ejemplo, lo único
interesante en la búsqueda de esta mujer ha sido lo que han encontrado.
—Claro, don Juan: a ella.
—No. Eso lo esperábamos: las circunstancias del extravío y
del fallecimiento eran previsibles. No esperaba, en cambio, que los equipos
de rescate fueran a encontrar tan abundantes y variados desperdicios.
—El Everest está lleno de basura.
—Habrá que preguntarse por qué.
—¿Por qué?
—Los sociólogos, los economistas, los psicólogos y demás
estudiosos de la conducta humana lo explicarán.
—¿Usted no?
—Se me ocurre constatar una obviedad: desde antiguo sabemos
por experiencia que los ricos tiran, mientras que los pobres recogen y guardan.
En algún momento de la historia reciente algún avispado concibió la brillante
idea de explotar el hecho en beneficio propio.
—¿Y enriquecerse? ¿Recogiendo lo que tiraban los ricos?
—No: consiguiendo que los pobres se creyeran ricos. O sea,
poniendo a su alcance, por un módico precio, la posibilidad de tirar, en el
sentido más amplio de la palabra.
—¿Tirar qué?
—Cualquier producto inútil que hayan debido adquirir antes:
existen una industria y un comercio potentísimos dedicados a fabricar y vender
basura.
—¿Basura?
—Claro. Trastos de usar —poco— y tirar —enseguida— que se
reponen incesante y vertiginosamente: ¿quién compra hoy con la intención de que
lo comprado le dure toda la vida? Cuatro excéntricos. Más recientemente aún se
ha coronado el pastel con una guinda formidable.
—¿Cuál?
—El reciclado.
—Se recicla para salvar el planeta.
—Ojalá. Se recicla para que continuemos tirando a lo grande
y sin culpa; en los recipientes adecuados, claro está. Si hubiera voluntad de salvar
el planeta, se pondría el máximo cuidado en producir menos, consumir menos
y tirar menos.
—Entonces, ¿cómo calificamos al que tira cosas en cualquier
sitio?
—No como un guarro, desde luego, sino como un cándido: un
pobre bruto ingenuo que, porque puede tirar, se cree rico. Los pobres refinados
tiran más y se creen más ricos, pero —cívicos ellos— depositan los
residuos en lugares ad hoc.
—¿Y usted?
—Yo también soy gente.
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