Las nubes de esta tarde, la lluvia del viernes —apenas una
parodia de lluvia aunque viniera con abundante fanfarria de truenos y
ventiscas— cumplen a la perfección el papel simbólico que les asignarían
rutinariamente tantas novelas y películas: decirnos que el verano se acaba. A
nosotros, jubilados, chica y todo, de ciudad, la muerte del verano nos
duele poco; los hay que hasta se alegran porque husmean próximos los viajes del
Imserso; nadie dedica ni una pizca de conmiseración a las recuas inacabables de
vehículos que dejan las playas para ingresar en el redil de las obligaciones:
qué nos importan. Tan solo don Juan, por crianza, inclinación y oficio,
continúa atento y obediente al calendario de la agricultura —el calendario natural desde el Neolítico—: el colofón del
verano es la vendimia; o sea, a él le espera un par de semanas de placentero
ajetreo laboral que lo distraerán algo de sus otras numerosas ocupaciones.
Un recién llegado a la tertulia pregunta inocente:
—¿Qué otras ocupaciones tiene usted, don Juan?
—Muchas, y no todas inútiles: paseo por el campo, visito
librerías, voy al teatro y al cine de cuando en cuando, estoy atento a lo que
ocurre en el mundo, hablo y bebo con ustedes los domingos,
atiendo las invitaciones que me llegan, cumplo con los deberes familiares, leo
cada vez más, escribo cada vez menos…
El culto curiosea:
—Cuéntenos algo de lo que haya leído últimamente.
—Tras la siega, que ahora es un suspiro, el verano se
convierte en el tiempo ideal de las lecturas largas, mejor si son de libros con
los que estamos o estuvimos familiarizados: lecturas que rechazan las prisas,
que tampoco exigen la densidad del estudio.
Alguien se apunta un tanto:
—O sea, como los viejos amigos a los que uno ve de tarde en
tarde.
—La comparación, no demasiado original, resulta útil:
efectivamente, hay libros que son viejos amigos.
—Pues díganos uno.
—Estos días he estado leyendo de nuevo el primer tomo de la Decadencia
y caída del Imperio Romano, que publicó Atalanta hace unos años.
—Y qué nos cuenta.
Don Juan es misericordioso:
—Lo que ustedes saben: que es una maravilla de estilo y un pozo
de conocimiento, y que, en gran medida, la idea que tenemos de la caída del
imperio romano, la que nos han dado el cine y la literatura, viene de allí.
Pero en esta ocasión me he entretenido buscando semejanzas entre los
gobernantes romanos y los actuales.
El culto insiste:
—¿Ha encontrado usted algún implacable Tiberio, algún
furioso Calígula, un débil Claudio, un cruel y disoluto Nerón, acaso un repugnante
Vitelio…?
—Cuando niño, estaba convencido de que la depravación de
aquellos monstruos era insuperable y que, por lo tanto, el cristianismo
no fue sino la justicia que merecían y la salvación que, gracias a Dios,
encarriló el mundo. Más tarde pensé que los cristianos exageraron aposta los
vicios romanos para justificar la propia barbarie. Ahora sé que en todas partes
—y en todo tiempo— cuecen habas.
—¿Qué quiere decir?
—Que cualquier observador inteligente, con buena mano y algo
de mala uva, podría quizás hacer hoy lo mismo que hicieron Suetonio o el propio
Gibbon: le bastaría con reparar un poco en Trump, Salvini, Putin, Johnson… No
digamos ya en Mao, en Stalin, en Hitler…
—O en Franco —interrumpe el rojo.
—En Franco y en muchos de los que han venido luego, claro.
¿No piensa usted, por ejemplo, que, teniendo como tenemos encima la espada de
Damocles de las elecciones, es una grave irresponsabilidad de algunos de
nuestros dirigentes olvidar que el tiempo de un príncipe es propiedad de su
pueblo y abandonarse al disfrute de los placeres inocentes pero
triviales del verano? ¿No ve usted muy improbable que los ojos
felizmente inconscientes de los veraneantes descubran en su propia inconsciente
felicidad las semillas de la decadencia y de la corrupción?
—No se ponga intenso, don Juan —reconviene el cínico.
—Perdón. Será por los amenes del verano: tiempo de melancolía
y pesimismo, de estrés posvacacional.
—Si no tiene usted vacaciones; si ya viene la vendimia,
alegre como el vino que anuncia…
—Lleva usted razón.
—Pues entonces brindemos. Por la vendimia, por el vino que
ha de llegar, por los libros, por Gibbon, por los emperadores romanos, por
Valle Inclán y el ruedo ibérico…
—Frena, que te estrellas —dice un sensato.
Don Juan remata:
—Y por los dirigentes políticos, para que se apresuren a
evitarnos la vergüenza de repetir las elecciones y de ver a las claras su
formidable ineptitud…
—…roguemos al Señor —el cínico no pierde oportunidad.
—Roguemos y brindemos.
Brindamos. Por todo eso; porque estamos vivos y no somos aún
irremediablemente tontos; por ustedes, misericordiosos lectores, que también lo
están y no lo son: buen curso para todos.
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