—¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
—¿Qué dice usted, don Juan?
—Que lean a Torrente si no lo leyeron en su momento.
Alguno no conoce más Torrente que el de Santiago Segura; se
solivianta:
—¿Torrente… Torrente?
—Gonzalo Torrente Ballester fue un escritor desigual y fecundo —padre
de diez o doce hijos, hubo de escribir mucho—, autor de novelas
formidables. Una, menos leída de lo que merece, es La
saga/fuga de J. B.
—Ah.
—¿La comentamos?
—Si quieren… Pero será mejor que reparemos en la
actualidad.
—¿Qué actualidad?
—¿No han robado el Cristo de las Aguas?
—Ah.
El conservador, solemne, refuta a don Juan:
—Nadie ha robado el Cristo de las aguas: se lo ha llevado el
señor obispo porque es suyo.
—Enseguida estamos ahí. Mientras, lean al menos el Incipit
de La saga/fuga de J.B.: aprenderán.
—¿Qué aprenderemos?
—Que «al Santo Cuerpo Iluminado se lo llevó don Jacinto
Barallobre porque era suyo —un día u otro se lo tenía que llevar. Si no él,
sus hijos o sus nietos— y las lampreas han huido siguiéndolo —¿Qué vamos
a comer ahora los pobres?—. Todos, los de arriba y los de abajo, sabían que
a una cosa seguiría la otra: inexorablemente». Y, «sin Santo Cuerpo y sin
lampreas, ¿qué va a ser de nosotros, Dios del Cielo?»
Don Juan anda muy cerca de los ochenta años; en la tertulia
temen que empiece a extraviarse:
—Don Juan, vayamos por partes…
—Por partes vamos. Nuestro amigo afirma que no ha habido
robo en el exconvento de las calatravas; aceptémoslo: al señor obispo «no hay quien pueda acusarlo de robo ante ningún
tribunal civil ni eclesiástico». Pero también es cierto que el señor obispo
vino como escriben san Pedro y san Pablo que vendrá el Día del Señor y, sin dar
explicaciones —ni al ayuntamiento, que cuida de aquello, ni al cura ni a las
más adictas feligresas—, se llevó el Cristo sepa Dios adónde.
—Al museo diocesano.
—Eso cuentan, sí. O sea: donde bastantes almagreños ven un
Cristo, es decir, una imagen sagrada digna de culto y devoción —con el propósito de venerarla, precisamente, se la pidieron al obispo en comodato: no accedió—, el prelado ve
tan solo un objeto artístico que debe custodiarse en el museo.
—Se trata de una imagen valiosa: ¿qué hay de malo?
—Miopía, desdén... quizá previsión materialista y avara. Los objetos artísticos son bienes que los peritos
tasan: si al dueño se le antoja, susceptibles de transacciones mercantiles.
—Está usted haciendo juicios de intenciones.
—No: conozco la trayectoria del obispado. Jamás ha mostrado inclinación ninguna hacia las Calatravas; solo interés económico: el obispo Piñera
solicitó la cesión —¡en 1902: desde 1876 podía!— al Ministerio de Hacienda por
conveniencia y echando alguna mentirijilla; ya puestos, el obispo Hervás mintió a lo grande en el momento de la inmatriculación —julio de 1975; certifica que
lo posee «desde tiempo inmemorial»: mentira, y gorda—; debieron
empezar entonces las desavenencias con los dominicos, las cuales culminan al marcharse
estos —¿por qué los dominicos se llevan el Cristo de la Misericordia, que ha
estado siempre en Almagro, y le dejan al obispado el Cristo de las Aguas, que
ellos habían traído?—; una vez vacío el exconvento, el obispo Melgar no ha
tenido otro afán que el de convertirlo en dinero: cuanto más y cuanto antes,
mejor.
—¿Y las lampreas, don Juan?
—La Tía Benita dos Carallos «pega voces allá en lo alto de
la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas»; que se han llevado el
Cristo, digo, o Corpo Santo, grita. Don Acisclo culpa al deán de que el robo
haya podido producirse «porque ustedes llevan más de mil años aceptando el
desafuero de que el Cuerpo Santo no sea propiedad…»
—Don Juan, las lampreas.
—A la mayoría de los almagreños lo que guarde el exconvento de las
calatravas le importa un carallo —el propio exconvento, así así:
por algo será—; el Ministerio de Hacienda acaso tenga olvidada y traspapelada
la Real Orden de 17 de febrero de 1903; al gobierno de Sánchez y su
vicepresidenta —ocupados ahora en tareas más acuciantes— probablemente no les
dé tiempo a revisar las inmatriculaciones eclesiásticas…
—Las lampreas, por favor…
—Luego precisamos una Tía Benita dos Carallos vigilante y
gritona, y un don Acisclo Azpilicueta insistiendo tenaz en que las Calatravas
no son del obispado —la inmatriculación, por mentirosa, ilegítima—; precisamos, sobre todo, que los
almagreños y las autoridades locales, provinciales y regionales —Madrid tal vez
no se detenga en pequeñeces— aguijen al Ministerio de Hacienda
para que recupere lo que es suyo y, entre tanto, impida al obispo vender el edificio. ¡Porque,
si apareciera un comprador de buena fe, Almagro se quedaba sin Cuerpo
Santo y sin lampreas…!
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