domingo, 13 de octubre de 2019

Cumpleaños

Todavía frustrados —valga la exageración: muchos acudirían solo al reclamo del Nobel, bastantes ni así hubieran acudido— por el aplazamiento de la conferencia de Michel Mayor, ayer peregrinamos a Navaltizón: celebrábamos anticipadamente los ochenta años de don Juan.
En tales ocasiones comemos y bebemos despreciando los consejos de la edad y la prudencia; por tanto, la plática enseguida se sale de madre y anega territorios vastos e insospechados, a veces peligrosos; previsores que somos, nos sometemos antes a determinada liturgia, aunque laxa, inexcusable: preguntar por la salud y quejarse de ella; hablar del tiempo que huye y del que nos queda por delante, brevísimo; lamentar lo mal que va el mundo…
—Eso no —protesta don Juan con energía—. La historia de la humanidad avanza en dientes de sierra: hay periodos pujantes y etapas calamitosas; dentro de estas y de aquellos, el discurrir de la historia no es uniforme y dócil como el agua de un canal, sino anárquico y deshilachado como la de un arroyo de cuyo cauce principal se apartan reguerillas díscolas que quizá se demoren en remansos o se despeñen por cascadas…
—Claro, don Juan. Eso mismo nos lo ha dicho usted innumerables veces. Y Pero Grullo lo repite con frecuencia.
—Me halaga el emparejamiento. Pero Grullo recalca lo obvio porque es invisible.
La carta robada —ilustra el culto.
—No es preciso llegar tan alto. Basta recordar la infancia y juventud; compárelas con las de los nietos; salen ganando: ¿quién lo recuerda?
—Sobre ellos se ciernen negras amenazas, y por ninguna parte asoman dirigentes capaces de enfrentarlas.
—Menos una, gravísima e inédita, las amenazas que se ciernen sobre los jóvenes no son peores que las que nos amenazaban a nosotros. Y la calidad de los dirigentes ha sido siempre aproximadamente la misma.
—¿Cuál es la amenaza gravísima e inédita?
—El colapso ecológico.
—O sea, el cambio climático.
—No solo. Otros fenómenos se suman a él: lo aceleran, lo agravan y dificultan la posibilidad de combatirlo eficazmente.
—Díganos alguno.
—La superpoblación principalmente, y la desigualdad en el crecimiento demográfico y en el acceso a bienes necesarios y superfluos.
—¿Quién le pondrá el cascabel al gato?
—No lo sé, ni me importa demasiado: en el mundo que venga no estaré y en el que estoy ya no es el mío.
Don Juan, que podría haber hablado en plural, tiene a veces estos ataques de cinismo. Parece que me hubiera oído:
—No piensen ustedes que soy pesimista o cínico. Todo lo contrario: porque conozco a grandes rasgos la historia humana, soy optimista: confío en las generaciones que nos están remplazando.
—¿Ciegamente?
—Aún veo. Hemos hablado de la conferencia de Mayor: ¿cuándo había visitado Almagro una eminencia científica tan destacada? ¿Cuándo había existido en Almagro una entidad cultural como el Ateneo?
—Don Juan, que se mete con ellos a menudo…
—Hay cosas del Ateneo que me disgustan. O por decirlo con exacta precisión: hay rasgos —en verdad muy contagiosos— de ciertos ateneístas que se me hacen insoportables: la propensión a la solemnidad, a la grandilocuencia, al énfasis; la preferencia por lo largo frente a lo breve, por lo oscuro frente a lo claro, por lo grave frente a lo liviano, por lo difícil frente a lo fácil…
—Lo va arreglando usted…
—Pese a ello, les reconozco el rigor, la perseverancia, la enjundia, la calidad de las actividades, el talante abierto y curioso, la rectitud, la tolerancia… Lo que hacen ellos en Almagro no lo hace nadie.
—Una de cal y otra de arena.
—Así somos. Y lo afirmado del Ateneo, vale para España. Hoy se celebra la Fiesta Nacional. No faltarán plañideros, ni exaltados, ni escépticos. Sin embargo…
—¿España va bien?
—Sorprendentemente bien; desde luego, mejor que en la mayoría de los momentos de la historia. Para apreciarlo solo hay que alejarse un poco de las miserias cotidianas o mirar lo evidente, lo que muchos no ven.
—¿Y el mundo?
—Al mundo le ocurre otro tanto, al menos en el cauce principal; por los márgenes, en cambio, va quedando profusión de bonales desventurados, quizá perdidos irremisiblemente.
—¿Y nosotros?
—Lo dicho: nosotros no somos de este mundo. Nadie nos hace caso.
—¿Le duele?
—En absoluto. Me conformo con tener salud, valerme solo y mirar alrededor con distante, cariñosa e indiferente simpatía.
—¿Nada más?
—¿Le parece poco? Si se lo parece, añado dos deseos: perseverar en su venturosa amistad, y marcharme de aquí sin penar ni hace penar.
Los que han bebido inmoderadamente se burlan amables y ruidosos; los demás, en silencio, nos miramos al espejo. Enseguida brindamos: que así sea. Para don Juan, para nosotros y para todos los viejos del mundo… o del planeta, que dicen ahora.

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