Los
periódicos —lo dijo Cortázar— experimentan excitantes
metamorfosis: en el principio, un motón de hojas impresas, limpias y
ordenadas, con olor de tinta, que una máquina escupe a ritmo de metrónomo; solo
si alguien los lee, son diarios; retroceden a montón de hojas impresas en un
banco del parque, y quizá acaben envolviendo medio kilo de acelgas o un
bocadillo de chorizo. La vida de los periódicos de bar, aunque parecida a la del
resto de los diarios, es en algunos detalles ligeramente distinta; sobre todo
en esos bares un poco desordenados, de clientela repetida y confianzuda en los
que rara vez se les hace demasiado caso. En Almagro hay muchos: los diarios se
apilan en un rincón de la barra por estratos de fecha, disparejos, dormidos,
pero expuestos al cataclismo de algún curioso que escarba el montón buscando
algo, lo desordena y rompe la paz funeraria en que vivían los números
atrasados.
Don Juan ha
llegado hoy el primero al bar de la ronda donde habíamos quedado. Por entre la
vasta geología de Tribunas y Razones —se venden en el mismo lote, a precio de saldo, los baristas no se
andan con remilgos intelectuales…—, entreverada de Marcas y Ases, ha dado
con un País: el del jueves. Ya
lo había leído, pero hoy lo hojea desganado mientras hace tiempo. Cuando
llegamos, comenta:
—Uno de los
entretenimientos más instructivos que hay es leer los periódicos viejos. Los
muy viejos, para comprobar melancólicamente que casi nada de lo que nos
preocupó era importante, y lo que ha demostrado ser importante no nos preocupó
casi nunca. Los de los días pasados, para lamentar una de las mayores
deficiencias de la prensa española: los periódicos no nos cuentan lo que sucede, pretenden influir en lo que vaya a suceder. Quizá en otros lugares sea lo mismo,
pero aquí se nota mucho; con la diferencia, además, de que todos los periódicos
quieren pasar por serios, siendo como
son, muchos de ellos, prensa amarilla de la más amarilla.
—No lo dirá
usted por la entrevista a Felipe González…
—Felipe
González ha sido, sin discusión, el mejor presidente de la democracia. Merece
que lo oigamos con atención y respeto. No aspirará, supongo yo, a que le hagamos
caso en todo lo que dice, pero casi todo lo que dice es prudente y razonable.
—Solo por las canas, en otros
tiempos le hubieran tenido más consideración —dice alguien que no está precisamente en plena juventud.
—A nadie hay
que considerarlo más o menos por la edad que tenga, sino por la inteligencia
que demuestre. Ni la juventud por sí sola ni la vejez por sí sola valen para nada. Ahora bien, en algunos casos, la experiencia pasa a formar parte
de la inteligencia; y en otros casos, el ímpetu juvenil también es un componente
de la inteligencia. A Felipe González hay que tenerlo en cuenta porque es inteligente y experimentado, no porque sea viejo.
—Pues las críticas no han sido pocas.
—Ya hemos
comentado alguna vez que el PSOE tiene dos almas y una pulsión suicida nada
despreciable. Ahora, los dirigentes por unas cosas —cuyo resumen es fácil: conservar
el sillón—, y los militantes por otras —cuyo resumen tampoco es difícil: la desorientación que padecen—, en imprudente exhibición de diferencias, están a punto de
deshacer un partido que ha sido importantísimo y que todavía es indispensable. Sin necesidad.
—¿Sin
necesidad?
—Claro. El Partido Popular fue el más votado en diciembre, de él era la batuta. Un PSOE en sus cabales se hubiera limitado a esperar y
a influir. La precipitación y el nerviosismo con que se han desempeñado algunos
dirigentes son ridículos y estúpidos. En cambio, el PP ha echado cuentas, ha
decidido que le convienen otras elecciones: a por ellas va.
—¿Se lo ha
dicho alguien?
—No hace
falta: si quisiera consenso no hubiera nombrado portavoz parlamentario
a Rafael Hernando, ese faltón impertinente: alguien habrá entre los diputados
que pueda hablar serenamente con todo el mundo, con respeto y sin aspavientos,
en voz baja y allanando diferencias. ¿Por qué no han escogido a un hombre o a
una mujer de paz? Porque no la quieren: quieren elecciones.
—¿Y los
demás?
—De ellos
hablaremos otro día.
Un silencio
ominoso se apodera de la reunión. Don Juan sigue hojeando el periódico.
—Si al menos
El País supiera cómo se escribe el nombre del libro más importante de nuestra
lengua, nos consolaríamos algo. Pero ni en eso nos ponemos de acuerdo. Vean: el Quijote, El Quijote, “El Quijote”, el ‘Quijote’…
Para espantar el pesimismo, nos tomamos otra copa. Y que sea lo que Dios quiera.