Con los años que tiene,
don Juan no está para ruidos ni sobresaltos que alteren las apacibles rutinas
por donde va la vida hacia la mar —¡ay!—, cada vez más próxima: evita, pues, los tumultos y aglomeraciones, las fiestas tradicionales, y el vocerío de la multitud. Pero no critica
—lo sabemos bien— a quienes piensan y hacen otras cosas: ruido para quien
quiera ruido y aglomeración para el que disfrute con ella.
—¿Y por qué
no se encierra usted en Navaltizón mientras el carnaval?
—No me gusta meterme en los carnavales; sin embargo, me
apetece observarlos a la debida distancia: de todo se aprende. Por cierto, veo
que conoce usted a Jorge Manrique —suelta maliciosamente—; eso es bueno; claro que,
pasado por el harnero de Pero Grullo, pierde bastante: la mar se acerca para todo el mundo. Si quiere decir
que soy viejo, dígalo llanamente: no me voy a enfadar.
Intento
excusarme pero no me deja: sonríe, sacude la mano y avienta las disculpas
como si fueran paja. Continúa, quizá con la intención de fastidiarme el preámbulo:
—El carnaval
—venga la palabra de donde venga— es una fiesta ancestral, interesantísima y muy
conveniente para la salud pública de
cualquier grupo humano. Cómo se manifiesta y cambia con
el tiempo, quiénes llevan la voz cantante, quiénes acompañan y quiénes miran, qué hacen y dónde, con quién se ceban y quién se opone… Viendo el carnaval conocemos una sociedad mejor que leyendo los periódicos.
—Eso sería
antes. Ahora todos los carnavales son idénticos.
—Lleva usted
razón. Pero tal uniformidad ¿no nos está enseñando que la tierra es una sola ya y
bastante aburrida? Antes cada pueblo festejaba el carnaval a su manera, aunque en todas partes sirviera para poner el mundo del revés, quitarnos
la cara cotidiana y dejar salir a borbotones los varios demonios que habitan en nosotros y son también
nosotros. Los demonios, sueltos, se
entregan a la orgía y a la desmesura, se cansan, y regresan domesticados a la majada en que vivirán el resto del año.
—¿Válvula de
escape es el carnaval, entonces?
—Entre otras
cosas. La iglesia católica, que ha demostrado una
inteligencia asombrosa para el dominio de las multitudes, toleró este desorden
atávico en la puerta de la cuaresma porque las grandes resacas se compadecen
bien con el ascetismo.
—¿Está usted
diciendo que la cuaresma, tan morigerada y sobria, no es más que la resaca del
carnaval?
—Quién sabe.
Pero no es solo la iglesia la que pretende domesticar el carnaval. De un
tiempo a esta parte lo intentan también, y con notable éxito, las autoridades
civiles. Con tanto éxito que lo han matado.
—¿Matado?
—O castrado: hacerlo inocuo. ¿Dónde se ha visto que un tifón, un terremoto, una erupción volcánica
se sometan a horarios y reglas, acepten recompensas por buena conducta, y se
avengan a no sacar los pies fuera del tiesto? Pues eso hace el tibio carnaval de ahora: desfiles más ordenados que las procesiones, coreografías escolares, ejercicios previos de
bricolaje, corte y confección de indumentarias canónicas, pregones
mansos… por unos miles de euros que dan los ayuntamientos. Los carnavaleros peregrinan dóciles de pueblo
en pueblo mendigando aguinaldos. Y el espectáculo que ofrecen lo es para todos
los públicos.
—Al menos
las chicas van ligeras de ropa…
—Tan púdicamente ligeras de ropa que su desnudez excluye cualquier asomo de
lujuria.
—Y hay
bailes.
—Que también
organizan los ayuntamientos con dinero público: mejor lo podrían emplear.
—¿Se está
volviendo usted puritano?
—No me pongo
puritano. No estoy diciendo que el dinero del carnaval se gaste en misas; ni
siquiera en jardinería o alumbrado público. Todo lo contrario: si los ayuntamientos quieren gastar
dinero en el carnaval, que se lo gasten en vino y en licores
espirituosos; que den culto a Baco, a la embriaguez y al delirio, al desenfreno y a la gula, a la provocación y la desvergüenza; que se ponga
el mundo patas arriba y se rompan las reglas. Que la cultura vuelva a revolcarse
en la naturaleza, que regrese a la inocencia limpia y feroz de los animales...
En la
tertulia se hace el silencio. Algunos —quienes lo conocen menos— se miran con
la estupefacción del que asiste a un brote de locura. Don Juan da un trago al
whisky y sonríe satisfecho.
—No me tomen
en serio. Fíjense tan solo en las caras de aburrimiento que llevan los que van
en los desfiles: como si estuvieran en la oficina. ¿No les vendría bien
soltarse un poco el pelo? ¡Por lo menos en carnaval!
Hay quién se
pregunta si será broma. Yo creo que recuerda la juventud.