Han visto ustedes que don Juan es gran lector de periódicos.
No tanto para informarse de la actualidad, que cada vez le interesa
menos, como porque la prensa —la buena prensa— es estupendo espejo del mundo
—mundo ella misma, claro— y alimento imprescindible de la ciudadanía
democrática y de la convivencia en libertad. Abomina, pues, sin paños calientes
de la prensa mala, dentro de la que incluye la prensa sensacionalista, la
prensa trivial, la prensa manipuladora, la prensa amarilla, la prensa del que
manda…, parientes ellas, pero no idénticas ni igualmente rechazables. Don
Juan cree también que una de las mayores debilidades de la democracia española
es la escasez de buena prensa y, peor todavía, de lectores de buena prensa.
—En todas partes crecen habas, don Juan. ¿O piensa usted que
en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Alemania, en Japón, es común leer los
periódicos serios? Las cifras dicen que vende muchísimo más el Sun que el Independent. Por eso este
pobre ha tenido que cerrar la edición en papel.
—Es cierto —recula algo—. Pero, a pesar de los pesares, en
todos esos países se lee mucha más prensa —en general, y prensa buena en
particular— que en España. En España se lee bien poco. Y no solo periódicos.
—¿Y aquí en nuestra tierra?
—Periódicos, menos que en ningún sitio. Casi tan pocos como
en Níger.
Don Juan exagera. La exageración es un procedimiento
literario de gran eficacia didáctica al que, con las debidas cautelas, don Juan
no le hace ascos.
—¿Por qué será eso?
—Lo hemos hablado en más ocasiones. No sabría a qué achacarlo
exactamente; quizá porque el nivel cultural no es alto y la calidad de la
prensa no va muy allá.
—Qué le vamos a hacer.
—Nada. Nosotros, nada. Quejarnos, si acaso, y predicar. Si no
nos oyen, evitar los lamentos. Como les digo siempre, que cada uno haga lo que
le dé la gana. Ahora bien, los que comen de los periódicos sí tendrían que
esforzarse.
—Señaló usted hace tiempo el
círculo vicioso en el que están metidos…
—Es verdad. La vida que llevan los periodistas no me da
envidia: precarios, mal pagados, exprimidos por los editores… Por tanto,
dificultados para el rigor y la expresión cuidada. Meros transmisores de
chismorreos, con frecuencia, o de suposiciones.
—No es raro que muchos intenten la aventura digital; es
decir, que se busquen la vida por su cuenta.
—Naturalmente. Hay una proliferación de prensa digital muy
interesante: inquieta, no mal hecha, menos complaciente con los que tienen la
sartén por el mango…
—Don Juan, no corra tanto: también abunda la prensa servil y
aduladora.
—Por supuesto: alguien se lo pagará. Pero no quería yo que
hoy nos entristeciéramos por la mala salud periodística. Todo lo contrario.
Estos días de atrás hemos podido leer muy buena prensa, hecha sin demasiados
medios. Y, además, por un paisano de ustedes.
—¿Dónde?
—En El Bierzo Digital y en el Diario de Astorga. Martínez
Carrión, ha escrito allí más de veinte crónicas —la última, y no la mejor, ayer mismo— del juicio
por el asesinato de Isabel Carrasco.
—Nos pilla lejos.
—No. Nos pilla muy cerca. La humanidad es la misma en todas
partes y los móviles que llevan a alguien al asesinato no son demasiados. Luego
lo que ha pasado en León podría haber pasado en Valenzuela.
—Entonces ¿dónde está el interés?
—En la literatura. Piensen ustedes, por ejemplo, en las
novelas que hayan leído: se podrían resumir en muy pocas palabras; si se ponen
a clasificar los temas y argumentos, no hallarán excesiva variedad. Y, sin
embargo, cada una es un mundo. ¿Por qué? Por el milagro de la literatura. O
sea, la literatura es como el amor: siempre igual, y hasta aburrido, para el
que lo mira; nuevo siempre y arrebatador para el que lo vive. Y el buen
periodismo es también buena literatura. Por eso tantos hemos leído las crónicas
de Martínez Carrión chupándonos los dedos.
—Usted lo estima mucho.
—Es un gran periodista y agitador cultural que en Almagro no
ha tenido demasiada suerte. Pero no hay aquí —ni en toda la provincia— muchos
periodistas como él. En las crónicas hemos palpado la política caciquil, una
familia muy poco ventilada, relaciones
peligrosas, burócratas egoístas, jueces de instrucción chapuceros, policías
rutinarios o émulos de Torrente, la mezquindad… y también los pequeños
heroísmos, la decencia cotidiana de la buena gente. Y lo hemos palpado porque
nos lo ha puesto en las manos la literatura de Martínez Carrión: recia,
precisa, irónica, atenta al detalle, perspicaz, efectista a ratos. Si ahora
decide corregirlas —porque algún descuido albergan— y las enmarca
convenientemente llevándonos a los orígenes de todo esto y a las consecuencias
que ha dejado, puede salir de las crónicas un libro estupendo.
—Dígale usted que se aplique a ello.
—Ya se lo estoy diciendo.