Han leído perfectamente: Urcuyo. A mí también me costó un
poco darme cuenta de que don Juan no estaba hablando del presidente vasco. Don
Juan es viejo; don Juan tiene muy buena memoria; don Juan se acuerda de cosas
que la mayoría de la gente ha olvidado o no ha llegado a conocer. Por ejemplo,
de Urcuyo.
—¿Urcuyo?
¿Quién es Urcuyo?
Don
Juan —ya lo han visto ustedes— es paciente:
—Durante
unas horas del 17 de julio de 1979, entre Somoza y los sandinistas, Francisco
Urcuyo Maliaños fue presidente de Nicaragua. ¿No se acuerdan?
En
el corro —vamos teniendo años— hay gente que recuerda sucesos de 1979: la
revolución iraní que llevó a los ayatolás al poder, y ahí siguen —“Como si en
España mandaran los obispos”, dice un anticlerical—; el asalto, unos meses
después, a la embajada norteamericana de Teherán —“Dinero para Holliwood”, deja
caer un cínico—; el golpe que aupó a Obiang en Guinea, y ahí sigue —“Robando
más y mejor”, apunta un escéptico—; la revolución de Nicaragua, lugar de culto
y peregrinación para muchos españoles como, para otros, el Palmar de Troya, que
aupó a Daniel Ortega, y ahí sigue —“Robando más y mejor”, repite el mismo
escéptico—; las primeras elecciones municipales democráticas en España, que
trajeron nuevos alcaldes —“Algunos, viejos como Matusalén, ahí siguen”, insiste
el escéptico—; la riada de Valdepeñas… Pero de Urcuyo no se acuerda nadie.
Don
Juan saca del bolsillo de la chaqueta un folio impreso.
—De
Triunfo se acordarán, supongo.
Nos
acordamos, es verdad: los españoles con más de cincuenta años se acuerdan de
Triunfo.
—Ahora
Triunfo está en internet. Dispone de estupendas
herramientas de búsqueda que hacen sencillísima cualquier consulta: una
maravilla patriótica, discreta y admirable. Pero yo guardo en papel, encuadernados, todos
los números, desde 1965 hasta el cierre. De vez en cuando, en el melancólico vacío de las tardes invernales, hojeo
alguno. Me alegro de vivir en la España de hoy; lamento, sin embargo, que no
haya una revista como aquella.
—La
Transición produjo damnificados.
Asiente
con la cabeza; prosigue:
—Ayer
encontré esto.
Nos
pasa el folio; reproduce la página 15 del número 861 de Triunfo, el de 28 de
julio de 1979. Es la columna de ‘Los contemporáneos’; la firma Pozuelo.
—Pozuelo
era —nos aclara— uno de los varios seudónimos que usó Haro Tecglen: el nombre
del pueblo donde nació, Pozuelo de Alarcón. Les sonará a ustedes por el alcalde
de la Gürtel, aquel del Jaguar, el marido de Ana Mato.
De
eso sí nos acordamos. Otra vez el folio en la mano —que hemos inspeccionado con
desigual interés—, don Juan lee algunos párrafos de la columna; se llama “El
complejo de Urcuyo”:
Urcuyo
el Breve es un admirable personaje para los libros de psicología. Representa la
fascinación por el poder y la facilidad del ser humano para creer que todo
poder viene de Dios, y reside en unos atributos presidenciales o reales: una
banda, un trono, un cetro. O una ventanilla de funcionario, o un uniforme de
guarda.
El
complejo de Urcuyo está enormemente extendido. Un vistazo a nuestros
contemporáneos, y si podemos a nosotros mismos —uno mismo es lo más difícil de
ver— nos lo puede demostrar. Los urcuyos aparecen y desaparecen a cada
instante. Un urcuyo es todo aquel que, de verdad, se cree que es él mismo, y no
un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para guardar la
silla de otros.
Levanta
los ojos del folio. Nos mira por encima de las gafas con gesto de interrogación:
—¿Les
suena?
—¿Puigdemont?
—me atrevo a preguntar.
—Puigdemont,
en efecto: “un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para
guardar la silla de otros”. Pozuelo estaba profetizando.
Yo
pienso para mí: la historia se repite, todo lo que pasa ha pasado ya. Un amigo
interviene:
—No
ha leído usted el artículo completo. Mire esto también: “A Tomás Beckett
le puso el Rey, su compañero de juergas y de cinismo, un traje de cardenal,
para que compartiera su poder arbitrario; apenas revestido, el juerguista se
creyó verdaderamente cardenal y defendió su misión y su puesto de trabajo hasta
el punto de ser asesinado como mártir —"asesinato en la catedral"—:
hoy es un santo de la iglesia católica. El hábito hace al monje. A condición de
que se lo crea”. Puigdemont da la sensación de que se lo cree.
Nadie
lo dice, pero estamos de acuerdo: Puigdemont se lo cree. Poca gente hay más
peligrosa que los que se lo
creen, los que tienen una
misión, los que quieren salvarnos, llevarnos a la tierra prometida.
—Sálvanos,
Señor, de los salvadores.
—Amén.