domingo, 17 de enero de 2016

"El complejo de Urcuyo"

Han leído perfectamente: Urcuyo. A mí también me costó un poco darme cuenta de que don Juan no estaba hablando del presidente vasco. Don Juan es viejo; don Juan tiene muy buena memoria; don Juan se acuerda de cosas que la mayoría de la gente ha olvidado o no ha llegado a conocer. Por ejemplo, de Urcuyo.
—¿Urcuyo? ¿Quién es Urcuyo?
Don Juan —ya lo han visto ustedes— es paciente:
—Durante unas horas del 17 de julio de 1979, entre Somoza y los sandinistas, Francisco Urcuyo Maliaños fue presidente de Nicaragua. ¿No se acuerdan?
En el corro —vamos teniendo años— hay gente que recuerda sucesos de 1979: la revolución iraní que llevó a los ayatolás al poder, y ahí siguen —“Como si en España mandaran los obispos”, dice un anticlerical—; el asalto, unos meses después, a la embajada norteamericana de Teherán —“Dinero para Holliwood”, deja caer un cínico—; el golpe que aupó a Obiang en Guinea, y ahí sigue —“Robando más y mejor”, apunta un escéptico—; la revolución de Nicaragua, lugar de culto y peregrinación para muchos españoles como, para otros, el Palmar de Troya, que aupó a Daniel Ortega, y ahí sigue —“Robando más y mejor”, repite el mismo escéptico—; las primeras elecciones municipales democráticas en España, que trajeron nuevos alcaldes —“Algunos, viejos como Matusalén, ahí siguen”, insiste el escéptico—; la riada de Valdepeñas… Pero de Urcuyo no se acuerda nadie.
Don Juan saca del bolsillo de la chaqueta un folio impreso.
—De Triunfo se acordarán, supongo.
Nos acordamos, es verdad: los españoles con más de cincuenta años se acuerdan de Triunfo.
—Ahora Triunfo está en internet. Dispone de estupendas herramientas de búsqueda que hacen sencillísima cualquier consulta: una maravilla patriótica, discreta y admirable. Pero yo guardo en papel, encuadernados, todos los números, desde 1965 hasta el cierre. De vez en cuando, en el melancólico vacío de las tardes invernales, hojeo alguno. Me alegro de vivir en la España de hoy; lamento, sin embargo, que no haya una revista como aquella.
—La Transición produjo damnificados.
Asiente con la cabeza; prosigue:
—Ayer encontré esto.
Nos pasa el folio; reproduce la página 15 del número 861 de Triunfo, el de 28 de julio de 1979. Es la columna de ‘Los contemporáneos’; la firma Pozuelo.
—Pozuelo era —nos aclara— uno de los varios seudónimos que usó Haro Tecglen: el nombre del pueblo donde nació, Pozuelo de Alarcón. Les sonará a ustedes por el alcalde de la Gürtel, aquel del Jaguar, el marido de Ana Mato.
De eso sí nos acordamos. Otra vez el folio en la mano —que hemos inspeccionado con desigual interés—, don Juan lee algunos párrafos de la columna; se llama “El complejo de Urcuyo”:
Urcuyo el Breve es un admirable personaje para los libros de psicología. Representa la fascinación por el poder y la facilidad del ser humano para creer que todo poder viene de Dios, y reside en unos atributos presidenciales o reales: una banda, un trono, un cetro. O una ventanilla de funcionario, o un uniforme de guarda.
El complejo de Urcuyo está enormemente extendido. Un vistazo a nuestros contemporáneos, y si podemos a nosotros mismos —uno mismo es lo más difícil de ver— nos lo puede demostrar. Los urcuyos aparecen y desaparecen a cada instante. Un urcuyo es todo aquel que, de verdad, se cree que es él mismo, y no un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para guardar la silla de otros.
Levanta los ojos del folio. Nos mira por encima de las gafas con gesto de interrogación:
—¿Les suena?
—¿Puigdemont? —me atrevo a preguntar.
—Puigdemont, en efecto: “un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para guardar la silla de otros”. Pozuelo estaba profetizando.
Yo pienso para mí: la historia se repite, todo lo que pasa ha pasado ya. Un amigo interviene:
—No ha leído usted el artículo completo. Mire esto también: “A Tomás Beckett le puso el Rey, su compañero de juergas y de cinismo, un traje de cardenal, para que compartiera su poder arbitrario; apenas revestido, el juerguista se creyó verdaderamente cardenal y defendió su misión y su puesto de trabajo hasta el punto de ser asesinado como mártir —"asesinato en la catedral"—: hoy es un santo de la iglesia católica. El hábito hace al monje. A condición de que se lo crea”. Puigdemont da la sensación de que se lo cree.
Nadie lo dice, pero estamos de acuerdo: Puigdemont se lo cree. Poca gente hay más peligrosa que los que se lo creen, los que tienen una misión, los que quieren salvarnos, llevarnos a la tierra prometida.
—Sálvanos, Señor, de los salvadores.
—Amén.