Don Juan tiene en Navaltizón unos cuantos miles de cepas
viejas que no ha querido levantar en espaldera ni poner en regadío. La cosecha
es menor que la de los vecinos, pero el fruto es mejor. Un amigo, viejo
también, de Tomelloso le toma la uva y hace con ella —y con otras similares— un
vino excelente que vende a muy buen precio. Desde 2007 —o sea, desde la época en que los españoles
andaban abducidos por la construcción y creían que esto del campo era una
antigualla— a don Juan le vendimia una
cuadrilla de rumanos, siempre los mismos, con los que tiene ya una
confianza que se parece mucho a la amistad. Casi todas las tardes, al dar de
mano, don Juan se sienta con ellos en el corral, beben del vino que vendimiaron
el año pasado, y charlan de la vida. Los rumanos andan por los cuarenta años,
son inteligentes, bastante instruidos, trabajadores, educados, se expresan en
un castellano impecable... Pero son racistas —o xenófobos o etnonacionalistas,
o como se les quiera llamar—. Hablan mal, sobre todo, de los gitanos, aunque tampoco
dejan en muy buen lugar a los búlgaros, a los ucranianos, a los rusos, a los
serbios, y menos todavía a los turcos —por extensión, a todos los musulmanes— y
a los húngaros. A don Juan —nada gregario, como sabemos— esta actitud le
repugna instintiva e intelectualmente, pero antes de juzgar prefiere entender.
La historia del este de Europa no ha sido fácil; la convivencia entre las
gentes que la han habitado, tampoco. El socialismo real, que presumía de
haber acabado con los nacionalismos étnicos, no hizo en realidad más que
reprimirlos fieramente y preparar así una sofisticada y peligrosa bomba de
relojería. Los rumanos —estos rumanos— no tienen mala opinión de
Ceaucescu.
La pasada primavera, cuando don Juan anduvo predicando por aquellas
tierras, paró unos días en Budapest. Los húngaros hablaban pestes de los
gitanos, de los serbios, de los ucranianos, de los eslovacos... y, sobre todo,
de los rumanos: les parecen idiotas, brutos, viles, ladrones, holgazanes,
fanáticos... Los húngaros han votado a un gobierno autoritario y nacionalista
que no reniega de las cruces flechadas. Don Juan lo lamenta, pero el gobierno de Orbán es legítimo.
—¿A dónde nos lleva, don Juan?
—A Petra László, la periodista húngara que agredía a los
sirios con solvencia de yudoca. El comportamiento de esta mujer nos parece
aberrante por exagerado y ostentoso, pero la xenofobia que lo causa no es, lamentablemente,
excepcional. ¿No se les ocurre a ustedes ningún periodista español que hubiera
podido hacer otro tanto de haber sabido que nadie se iba a enterar?
¿No conocen a ningún periodista español que se comporte de igual manera
todos los días, aunque sea solo de palabra?
—No es lo mismo, don Juan.
—No es lo mismo, claro. Pero es una diferencia de grado, no
de naturaleza: palabra, obra u omisión proceden
todas de la misma raíz. Lo natural humano
ha sido siempre la xenofobia; lo excepcional y maravilloso es lo contrario. Trabajar
porque todos los seres humanos lleguen a considerar a todos los seres humanos
como iguales y depositarios de los mismos derechos es una tarea ardua cuya
culminación, si llega a producirse, tardará siglos: conviene tenerlo en cuenta
para no caer en voluntarismos que se desinflan tan rápido como crecen.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que provocar la solidaridad momentánea es
fácil, convertirla en hábito no lo es tanto, salvo que los solidarios encuentren en ello alguna utilidad. Los europeos,
muchos y viejos como somos, recibiríamos un beneficio innegable y casi
inmediato de la acogida de inmigrantes y refugiados: ya que nosotros no tenemos
hijos, que nos los traigan hechos.
—Eso es muy mezquino, don Juan.
—Probablemente, pero a lo mejor es más útil a la hora de
convencer a los ciudadanos europeos, ciegos y egoístas, que todos los sermones.
—No sé, no sé —manifiesto escepticismo.
—Si alguien necesita con urgencia que le vendimien, acoge a
los rumanos con la mejor disposición. Si no lo necesita…
Don Juan me desconcierta muchas veces, sobre todo cuando
baraja la gramática parda con la alta cultura.
—No me malinterprete, por favor —matiza él—. Yo no creo que
los europeos seamos una horda bestial de racistas. Solo digo que el racismo
existe y que hay que contar con él. Por cierto, ahora que en España tantas
cosas van mal, es bueno decir que en este asunto vamos bastante bien. Tenemos un
porcentaje de inmigrantes más alto que la mayoría de los países y, sin embargo,
la xenofobia articulada políticamente es irrelevante.
—Ojalá dure.
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