domingo, 20 de septiembre de 2015

Nostalgia de la patria

No sé cómo, sale en la conversación este poema que a don Juan le gusta mucho:

Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
José Emilio Pacheco
No me preguntes cómo pasa el tiempo

A don Juan le ocurre más o menos lo mismo: amar el fulgor abstracto de la patria se le hace fatigoso, pero por muchas cosas que se cobijan bajo el nombre de España —paisajes, ciudades, personas, figuras y hechos de la historia, libros, monumentos— siente sincero aprecio, incluso —por unas pocas— agradecida veneración.
—Eso ya lo sabíamos, don Juan.
—Bueno es que nos conozcamos. Ahora… En fin... Me estaré haciendo viejo —don Juan escalona pausas teatrales; luego, se lanza en carrerilla—. A los viejos se nos ablandan las meninges y nos volvemos sentimentales. Ahora —mire usted por dónde— de cuando en cuando también echo de menos el fulgor abstracto de la patria. Toda la vida pensando que las entidades políticas modernas deberían ser tan solo asociaciones racionales y escuetas de individuos libres, a las que bastaría un sistema de normas aprobado y aceptado por la mayoría, y resulta que, en la vejez, añoro las emociones sensibleras de la patria, las que se experimentan en el contacto rebañego, tibio y oloroso, del gentío.
—Vaya por Dios —digo por decir algo.
—Veía yo el otro día la multitud alegre y pacífica llenando las calles de Barcelona y pensaba para mí, con cierta envidia: “Esos tienen patria”. Una patria que los seduce, los ilusiona y los exalta como una novia joven. Y ¿quién podrá parar un amor así, un amor que aún no ha sufrido los desconchones de la convivencia!
—Pero, don Juan: esa patria es un invento, no tiene base ni justificación.
—Ya: ¿y de qué sirve contarle a alguien enamorado las taras del amor? Todas las patrias son inventos. Las religiones son inventos, las familias son inventos, los equipos de fútbol son inventos… Pero, cuando muchos creen fervientemente en ellos, cobran una potencia formidable. Gracias a inventos como estos, la gente emprende titánicas empresas colectivas y hasta entrega gozosa la hacienda y la vida por la patria o por Dios o por el Deportivo de la Coruña; por lo que sea: Omnia pro patria; dulce et decorum est pro patria mori.
—¿Cuál es su patria, don Juan?
—Si llevaba razón Cánovas cuando la boutade aquella de que es español el que no puede ser otra cosa, yo me resigno a ser español. Me disgusta no poco compartir patria con numerosos mentecatos que hacen de la españolía —¿españolez?, ¿españolhez?— salvoconducto para cualquier atrocidad, pero hay cosas y personas que me reconcilian constantemente con ella. De todas formas, a mí, como a Erasmo, non placet Hispania. Es decir, me gustaría que fuera mejor, los españoles más cultos y más tolerantes, y la patria menos inhóspita; que se fuera desvaneciendo el afán inquisitorial de eliminar al diferente. Yo estoy seguro de que, si los españoles aceptaran constituir una entidad política ―o sea, un Estado― en el que cupieran armoniosamente varias patrias, muchos catalanes de los que estaban abarrotando las calles de Barcelona el 11 de septiembre no querrían la independencia. Porque, aunque algunos no lo entiendan, no es obligatorio que cada patria ―entidad cultural y sentimental― haya de constituirse en un estado ―entidad política y de intereses―. Ahora bien, ninguna patria aguanta cómodamente dentro de un estado que la niega o cuyos ciudadanos la denuestan.
—Los catalanes tampoco quieren diálogo: quieren la independencia por las bravas.
—No lo sabemos, no sabemos cuántos: no se lo hemos preguntado, no los hemos contado. Países más civilizados que el nuestro han resuelto ―al menos por ahora― conflictos similares civilizadamente. Aprendamos de ellos. Aprendamos de Quebec o de Escocia. Seamos como Canadá o el Reino Unido.
No puedo responder. Don Juan, antes de despedirse, añade:
—Es un milagro que España perdure todavía como patria de tantos. Las patrias ―porque son inventos― necesitan cuidados: alguien debe mantener vivo el fuego del patriotismo y alumbrar con él nuevos patriotas. En España eso no lo hace nadie, ni la escuela ―por ejemplo: ¿cuántos jóvenes españoles saben leer el escudo de España?―, ni las instituciones ―mire usted la cantidad de banderas mugrientas y deshilachadas que cuelgan en los edificios públicos―, ni los responsables políticos ―esté usted atento a la desgana con que se celebrará dentro de unos días la fiesta nacional―: nadie. En un caso de desidia que no tiene igual en el mundo, hemos dejado la educación patriótica en manos de los más bestias, de los más incultos, de los más turbios. Y, sin embargo, la patria permanece. Algo tendrá España cuando sobrevive a la estupidez y la zafiedad de tantos brutos que se proclaman españoles genuinos. Ya le digo: un milagro.

(Observación: el poema de Pacheco tiene otra versión con ligeras variantes —aun así, significativas—. ¿Por qué prefiere don Juan esta? Porque incluye los desiertos, obviamente, y porque no restringe los bosques a un solo tipo de bosque.)

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