No sé cómo, sale en la conversación este poema que a don
Juan le gusta mucho:
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
José Emilio
Pacheco
No me
preguntes cómo pasa el tiempo
A don Juan le ocurre más o menos lo mismo: amar el fulgor
abstracto de la patria se le hace fatigoso, pero por muchas cosas que se
cobijan bajo el nombre de España —paisajes, ciudades, personas, figuras y
hechos de la historia, libros, monumentos— siente sincero aprecio, incluso —por
unas pocas— agradecida veneración.
—Eso ya lo sabíamos, don Juan.
—Bueno es que nos conozcamos. Ahora… En fin... Me estaré
haciendo viejo —don Juan escalona pausas teatrales; luego, se lanza en
carrerilla—. A los viejos se nos ablandan las meninges y nos volvemos
sentimentales. Ahora —mire usted por dónde— de cuando en cuando también echo de
menos el fulgor abstracto de la patria. Toda la vida pensando que las
entidades políticas modernas deberían ser tan solo asociaciones racionales y
escuetas de individuos libres, a las que bastaría un sistema de normas aprobado
y aceptado por la mayoría, y resulta que, en la vejez, añoro las emociones
sensibleras de la patria, las que se experimentan en el contacto rebañego,
tibio y oloroso, del gentío.
—Vaya por Dios —digo por decir algo.
—Veía yo el otro día la multitud alegre y pacífica llenando
las calles de Barcelona y pensaba para mí, con cierta envidia: “Esos tienen
patria”. Una patria que los seduce, los ilusiona y los exalta como una novia
joven. Y ¿quién podrá parar un amor así, un amor que aún no ha sufrido los
desconchones de la convivencia!
—Pero, don Juan: esa patria es un invento, no tiene base ni
justificación.
—Ya: ¿y de qué sirve contarle a alguien enamorado las taras
del amor? Todas las patrias son inventos. Las religiones son inventos, las
familias son inventos, los equipos de fútbol son inventos… Pero, cuando muchos
creen fervientemente en ellos, cobran una potencia formidable. Gracias a
inventos como estos, la gente emprende titánicas empresas colectivas y hasta
entrega gozosa la hacienda y la vida por la patria o por Dios o por el
Deportivo de la Coruña; por lo que sea: Omnia pro patria; dulce et decorum
est pro patria mori.
—¿Cuál es su patria, don Juan?
—Si llevaba razón Cánovas cuando la boutade aquella
de que es español el que no puede ser otra cosa, yo me resigno a ser
español. Me disgusta no poco compartir patria con numerosos mentecatos que
hacen de la españolía —¿españolez?, ¿españolhez?— salvoconducto para
cualquier atrocidad, pero hay cosas y personas que me reconcilian
constantemente con ella. De todas formas, a mí, como a Erasmo, non placet
Hispania. Es decir, me gustaría que fuera mejor, los españoles más cultos y
más tolerantes, y la patria menos inhóspita; que se fuera desvaneciendo el afán
inquisitorial de eliminar al diferente. Yo estoy seguro de que, si los
españoles aceptaran constituir una entidad política ―o sea, un Estado― en el
que cupieran armoniosamente varias patrias, muchos catalanes de los que estaban
abarrotando las calles de Barcelona el 11 de septiembre no querrían la
independencia. Porque, aunque algunos no lo entiendan, no es obligatorio que
cada patria ―entidad cultural y sentimental― haya de constituirse en un estado
―entidad política y de intereses―. Ahora bien, ninguna patria aguanta
cómodamente dentro de un estado que la niega o cuyos ciudadanos la denuestan.
—Los catalanes tampoco quieren diálogo: quieren la
independencia por las bravas.
—No lo sabemos, no sabemos cuántos: no se lo hemos
preguntado, no los hemos contado. Países más civilizados que el nuestro han
resuelto ―al menos por ahora― conflictos similares civilizadamente. Aprendamos
de ellos. Aprendamos de Quebec o de Escocia. Seamos como Canadá o el Reino
Unido.
No puedo responder. Don Juan, antes de despedirse, añade:
—Es un milagro que España perdure todavía como patria de
tantos. Las patrias ―porque son inventos― necesitan cuidados: alguien debe
mantener vivo el fuego del patriotismo y alumbrar con él nuevos patriotas. En
España eso no lo hace nadie, ni la escuela ―por ejemplo: ¿cuántos jóvenes
españoles saben leer el escudo de España?―, ni las instituciones ―mire
usted la cantidad de banderas mugrientas y deshilachadas que cuelgan en los
edificios públicos―, ni los responsables políticos ―esté usted atento a la
desgana con que se celebrará dentro de unos días la fiesta nacional―:
nadie. En un caso de desidia que no tiene igual en el mundo, hemos dejado la
educación patriótica en manos de los más bestias, de los más incultos, de los
más turbios. Y, sin embargo, la patria permanece. Algo tendrá España cuando
sobrevive a la estupidez y la zafiedad de tantos brutos que se proclaman
españoles genuinos. Ya le digo: un milagro.
(Observación: el poema de Pacheco tiene otra versión con ligeras variantes —aun así, significativas—. ¿Por qué prefiere don Juan esta? Porque incluye los desiertos, obviamente, y porque no restringe los bosques a un solo tipo de bosque.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario