Walker Connor
Trama Editorial
Madrid, 1998
Sí, tocaba poesía pero, con lo que hay a la vista, más vale ponerse prosaicos: otro tiempo vendrá distinto a este y regresaremos a la lírica.
Walker Connor es un anciano nacido en 1926 que se ha ganado la vida como profesor en una oscura universidad de un oscuro estado de los Estados Unidos. Su gran mérito reside en haber sido de los primeros en estudiar, científicamente y desde planteamientos marxistas, el fenómeno del etnonacionalismo que, ya en la Primera Guerra Mundial, dejó pasmados a los marxistas de la primera hornada. Estos pensaban que la unidad esencial de las sociedades modernas es la clase y que todos los demás vínculos que ligan a los seres humanos —y los enfrentan a otros seres humanos— tienen una importancia secundaria. Pues bien: no. Lenin lamentaba amargamente que obligada a elegir entre la conciencia proletaria y el etnonacionalismo, la clase obrera de Francia y de Alemania se decidió a luchar en nombre de sus respectivas naciones. El propio Lenin, bastante a la ligera, adjudicó este hecho obvio a la vil traición al socialismo cometida por la mayoría de los líderes del proletariado. Se equivocaba. Como se equivocan hoy tantos obcecados en negar que la patria —tal vez lamentablemente, pero ¿de que les sirve a los picapedreros quejarse de que las piedras estén duras?— es la comunidad de mayor tamaño que, a la hora de la verdad, domina eficazmente las lealtades humanas. Claro que Lenin, que no era tonto, rectificó enseguida y utilizó muy sabiamente el etnonacionalismo como arma revolucionaria. Con Stalin, que tampoco era tonto, las cosas ya fueron de otra manera, aunque no por ignorancia: en 1913, en El marxismo y la cuestión nacional, dejó una de las mejores definiciones de nación de todas las que conoce don Juan. Esta: "Una nación es una comunidad estable de personas constituida históricamente sobre la base de una lengua, un territorio, una economía y una mentalidad comunes que se manifiestan en una cultura compartida".
Algún cínico podría pensar que, como conocía muy bien a las naciones pequeñas —era georgiano—, quiso eliminar engorros y dejar solo la gran Rusia. Ahora bien, ¿acabó Stalin con los nacionalismos étnicos? No, obviamente. Ni Franco tampoco.
De todas esas cosas habla el libro de Connor: delimita y aclara conceptos —etnia, patria, nación...—, se apoya en ejemplos y casos muy sugestivos, tiene un conocimiento de la historia europea verdaderamente enciclopédico, sintetiza en muy buenos esquemas y presta bastante atención a los nacionalismos catalán y vasco.
Por eso merece la pena dedicarles un poco tiempo y esfuerzo —la lectura no es siempre fácil para los profanos— a los artículos y ponencias que forman el libro: en conjunto son de lo mejor que se ha escrito sobre un tema que nos toca de cerca.
¿Se le pueden hacer objeciones? A don Juan se le ocurre una, por lo menos. Connor da excesiva importancia a la lengua como constituyente de la etnia: obviamente es un elemento importante, pero no es el más importante —ni el más duradero—. Y, tal vez por eso, quizá se equivoque al tachar de étnico al nacionalismo catalán. Los españoles un poco atentos sabemos que el nacionalismo catalán no es étnico, es meramente lingüístico y, en consecuencia, asimilacionista (¿Quién es catalán? Cualquiera que tenga por lengua el catalán, aunque sea negro o nacido en Valenzuela de Calatrava). El nacionalismo vasco, en cambio —que se lo pregunten a Sabino Arana, que lo fundó— es otro cantar.
El libro cuesta diecisiete euros.