La
mañana nubosa y fresca, la luz triste, el pueblo desierto, mujeres
solas
que
acuden a misa...
—Parece
mentira, don Juan: estamos en otoño.
—Aún
no, amigo. Como todos los años, el verano tiene un epílogo de días
grises que el cine y cierta poesía han explotado muy bien: se acaba
el tiempo sin tiempo —¿la felicidad?— del verano y da mucha
pereza encarar las rutinas del curso. Pero esos son embelecos de las
gentes sedentarias como usted —los que tienen vacaciones e
inventaron la simpleza del síndrome posvacacional—;
para la gente del campo, sin embargo, el otoño es una bendición: se
vendimia, la cosecha más feliz, y se siembra, el acto más claro de
esperanza. Antes, las parejas se casaban al pasar la vendimia:
la boda como siembra, confianza en el futuro.
—¡Ah,
los viejos tiempos...! Está usted
melancólico, don Juan —digo con algo de ironía.
—Es
que no como —responde
socarrón.
Don Juan
no es propenso a la melancolía. Pocas cosas le fastidian más que
los viejos quejosos, los que dicen “En mis tiempos...”.
—Ser
joven es mejor que ser viejo, pero los tiempos en que yo fui joven
eran peores que estos, aunque estos no sean buenos.
No le
pregunto por qué. Teníamos la intención de ir a desayunar a la
plaza, pero la temperatura nos disuade. Estamos un rato viendo los
hierros que cubren San Bartolomé como un mecano enorme y minucioso.
Pienso que pronto echarán lonas por encima y ante nosotros,
pasmados, aparecerá una de aquellas intervenciones
de Christo y Jeanne-Claude. Don Juan no llega a tanto.
—¿Ve
usted? Imagínese esto mismo hace cincuenta años: andamios precarios
de madera, materiales subidos con garrucha, hombres
a punta de soga bailando en el vacío... El presente es mejor que el
pasado, al
menos para los albañiles.
Por
la calle Compañía vamos a la ronda. Desayunamos en la barra de un bar de
viejos quejosos que despotrican contra
las novedades futbolísticas —“Ahora el fútbol no vale
más que para hacer millonarios a los inmigrantes”,
sentencia uno inapelable; veo
cientos de sirios jugando en el Madrid, llenando
La Finca, copando la
Champions—.
Reanudamos
pronto
la caminata: “Que
no se nos pegue nada”, dice don Juan.
Desde el Paseo de la Estación llegamos enseguida al camino de Daimiel. La Veleta nos llama discretamente, con una elegancia
modesta que se adapta
mal a
las asperezas del terreno.
—Lo
que esta gente hace es formidable. Y que se hayan establecido en
Almagro debería agradecérseles, sobre todo ahora que cumplen
cuarenta años. ¿Cuántos almagreños lo saben?
Don
Juan lamenta a veces el silencio atronador de los almagreños ante
ciertas cosas que merecerían reproche o alabanza. ¿Es desinterés?
¿Es ignorancia? ¿Es senectud? Don Juan no lo sabe. Yo tampoco.
En
el cruce con el camino de
Bolaños a Ciudad Real torcemos
a la derecha, hacia la vía del tren. Una gaviota recién muerta yace insólitamente en la cuneta. Caminando junto al ferrocarril pasamos por lo que queda del
cerro Moreno. Todavía hay abejarucos que salen de los nidos como
flechas chillonas. Vestidos de competición, máquinas mudas empecinadas en el esfuerzo, atletas y ciclistas se cruzan con
nosotros. Aunque le cueste reconocerlo, don Juan también echa de
menos algunas cosas de los viejos tiempos:
—En
el campo se saludaba a todo el mundo, incluso se paraba uno a
interesarse por lo que el otro hacía. Serían
vestigios de épocas antiguas en que el campo era
peligroso y quizá se necesitara ayuda. Saludar, hablar con la gente,
era decirles “Estoy aquí; vengo con buenas intenciones; si me
necesitas, acudiré; si te
necesito, me socorrerás”. Como ahora hay teléfonos de bolsillo,
nadie precisa a nadie.
Yo
no digo nada: estoy acostumbrado al mutismo de los deportistas.
Callejeamos
un rato por el pueblo. Entre las nubes se abren claros por los que baja tímidamente una luz de miel. Callejón de los Moros —muros
desportillados, ruinas en el suelo—, del Águila; ancianos en Obispo Quesada,
Pradillo de San Blas... Va siendo la hora del vermú. En
San Agustín don Juan ve que ha cerrado la tienda de Martínez
Carrión.
—¿Es
que en Almagro no hay sitio para la excelencia?
El
martini tiene
un sabor decrépito. Apenas hablamos. Don Juan empieza mañana la
vendimia. Nos retiramos pronto. Al pasar por el Corregidor, recuerdo
cierto poema de
Machado que parece escrito ayer tarde.
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