Ayer
sábado, 18 de julio (lagarto lagarto), don Juan, un matrimonio amigo, mi esposa y
yo fuimos a ver Marta la piadosa
en el Espacio Narros, es decir, en la plaza de Santo Domingo. A
don Juan, que se fija en todo y a todo le saca punta, los nombres de
los espacios del
Festival y ciertos rasgos de su retórica no dejan de darle juego
para algunas pullas sin mala intención. Por ejemplo, el Áurea,
bonito acrónimo si no estuviera plagado de obviedades: renacentista,
como si la hubiera barroca; de Almagro,
como si cupieran dudas... o el aviso que dan antes de las
funciones —Apaguen
sus teléfonos móviles...—,
donde claramente
rechinan el sus y el
móviles. Pero no
hablaremos de eso hoy ni de los textos de los
programas,
ampulosos e inanes. Otra vez será.
La
representación, aunque sin llegar a la excelencia, estuvo
bien: tal vez porque duró lo justo y se mantuvo en lo esencial. El
lío de sillas y los tropezones de los actores quizá sobraran, lo
mismo que la música de Semana Santa; pero se les perdona
porque la noche era espléndida y uno podía mirar el espectáculo
del cielo estrellado si quería olvidar lo que pasaba en la escena.
A
las salida, mientras tomamos una copa en la plaza, don Juan comenta
la obra: alaba las cualidades
de Tirso como versificador y como creador de tipos femeninos; el
sentido del humor, la habilidad para enredar y desenredar argumentos,
y la desenvoltura, siendo fraile, en el trato atrevido de temas
escabrosos.
—Si
bien se mira —dice en
conclusión—, lo que
acabamos de ver es un escándalo: Marta no duda en acometer un
fingimiento irreverente para lograr sus propósitos amorosos y no
recibe reproche ninguno; es más: se sale con la suya. Parece como si
el fin justificara los medios.
—Hombre,
don Juan, se trata de una broma: el espectador lo sabe desde el
principio.
—Sí,
claro. Pero es una broma católica. El catolicismo —el catolicismo español, muy especialmente— no considera imprescindible
acomodar los comportamientos a la fe: mientras se crean ciertas cosas
y se cumplan ciertos ritos todo está permitido.
—Generaliza
usted, don Juan —dice el amigo, algo escamado.
—Evidentemente. Y no quisiera herir susceptibilidades. Pero lo cierto es que en
los últimos quinientos años se han producido dos revoluciones en
Europa que a nosotros nos han afectado solo de refilón: la Reforma
Protestante, que propugnaba una piedad interior poco amiga de exhibicionismos; y la Revolución Francesa, que ahondando en
esa línea de la religión como asunto íntimo, trajo la separación
de la Iglesia y el Estado.
—Ambas
produjeron mucho dolor —me atrevo a apuntar.
—¿Quién
lo duda? La primera, las guerras de religión y fanatismos de diverso
tipo en los que no siempre los católicos se llevaron la palma; la
segunda, innumerables muertes, tropelías, excesos y personajes
repugnantes como el famoso Robespierre. Incluso muchas veces la religión era mero pretexto para otras cosas. Pero el balance de ambas es
positivo. Ahora nos parece monstruoso que se pueda imponer la
religión por la fuerza y, casi —por desgracia, todavía no sobra el casi— también, que el Estado se someta a
los dictados de cualquier Iglesia. Sin embargo, quedan muchos lugares
en el mundo donde siguen pasando ambas cosas: y no hay que irse a
Irán o a Arabia Saudita; basta quedarse en Grecia o en Rusia.
Incluso, de alguna manera, en la misma España.
—En
España, no —retruca el que antes se escamaba.
—Confórmese
usted con decir —replica don Juan— que en España menos que en
otras partes. Desde luego, no parece probable que aquí se pueda
producir algo parecido a lo que sucedió en Sbrenica hace veinte años
donde serbios ortodoxos mataron sin ningún pudor a varios miles de
bosniacos por el simple hecho de que eran musulmanes. Pero que los
católicos españoles se ven a sí mismos como los españoles por
antonomasia me parece indudable. Y, por ello, sin mala intención y
sin darse cuenta, creen que están en el derecho de ocupar a su antojo
los espacios públicos.
Se va
haciendo tarde. Las copas están agotadas. Pagamos y nos vamos cada
uno a nuestra casa. Viniendo a la mía, me acuerdo —no sé por qué—
de que esta tarde estaban en la plaza vendiendo papeletas del coche
de la Virgen. ¿Le habrán
pedido permiso a alguien? ¿Habrán pensado en que, a lo mejor, la
organización del Festival tiene acuerdos con otras marcas de
automóviles para hacer propaganda? ¿Se les habrá ocurrido que, quizá, los visitantes extranjeros puedan sentir alguna extrañeza
ante estas manifestaciones religiosas? Estoy seguro de que no, que lo
hacen con la mejor intención.
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