A
don Juan no le gusta demasiado el teatro y nada las aglomeraciones;
por eso me sorprendí un poco cuando dijo que vendría a la
inauguración del Festival. Él está pasando los primeros días del
verano en Navaltizón, solo, en la casa grande de ventanas pequeñas
y gruesos muros de tapial que vedan el paso al infierno que nos
asuela. Ya ha terminado de cosechar los cereales, faltan
dos meses para que empiece la vendimia, no ha sembrado este año nada
que necesite riego, pastores y ganados viven la estación arcádica
que idealizaron los poetas, las rutinas de la finca corren solas,
sin necesidad de vigilancia... así que él se levanta temprano,
pasea por el monte, escribe en la biblioteca umbría que da a la
era, se baña en la alberca a la sombra del nogal, duerme la siesta,
lee, se acuesta pronto...
—¿Y
va a cambiar usted el paraíso de Navaltizón por el horno de
Almagro? —le pregunto.
—Quiero ver la representación de Fuenteovejuna.
Ya sabe usted que me llamo como uno de los personajes. No es
protagonista,
pero tiene las cualidades que a mí me gustaría tener: es discreto,
sensato, reflexivo y,
cuando hay que serlo, decidido y valiente:
Si nuestras
desventuras se compasan,
para perder las vidas ¿qué aguardamos?
Las casas y las viñas nos abrasan:
tiranos son. ¡A la venganza
vamos!
Yo,
obviamente, no me acordaba del Juan Rojo de Fuenteovejuna;
menos aún de este
serventesio que da fin a una larga ristra de tercetos encadenados;
sin embargo, si tiene las
cualidades que don Juan le atribuye, podrían perfectamente
intercambiarse: aquel Juan
Rojo reunía las mismas virtudes que el de hoy.
—¿Solo
por eso viene?
—Hay
más cosas. La inauguración del Festival es ahora la fiesta mayor de Almagro; acudirán
autoridades nuevas que quizá le den un tono menos engolado y más
apoyo práctico; está José Luis Gómez al que vi el año pasado
transfigurado en Cid emocionante; saludaré a Manuel Gahete,
cronista oficial de Fuente Obejuna y
destacado poeta, que me invitó en Córdoba a cierta
conferencia sobre Antón de Montoro y la poesía satírica del siglo
XV... y podré asistir a la representación de una gran obra de teatro. ¿Le parece poco?
A
las siete estoy tomándome un café con hielo —ese brebaje inmundo
al que recurro por no descender a la bajeza de refrescos peores— en
un bar de la plaza. Don Juan, contraviniendo todas las normas de la elegancia antigua que suele autoimponerse, acude con el sombrero de
panamá y una camisa de manga corta. No digo nada, pero me adivina el
pensamiento.
—¿Qué
esperaba, que sufriera el cilicio de la corbata? Nosotros no somos
nadie: que sean las autoridades las que aguanten el peso de la
púrpura.
Cuando
vemos venir a los prebostes desde el ayuntamiento, nos unimos a la
comitiva como séquito poco albancioso; recorremos la exposición de
D'Odorico, en la que un Peláez exuberante ejerce de maestro de
ceremonias; luego, sorteando las mesas de los bares, accedemos al
Corral.
—Algún
día —dice don Juan— hablaremos de la mezquindad de los bares de
la plaza: ¿no podrían apartar las mesas un ratillo para darle a la ceremonia algo de solemnidad?
—¡No
lo hacen ni con Nuestro Señor Jesucristo en las procesiones de
Semana Santa y lo van a hacer con García Page! —tercio escéptico.
Don
Juan, deseando meterse en la sombra del Corral, no me contesta; yo
estoy seguro de que compara el desorden del cortejo con la etiqueta que
debe haber visto en lugares más civilizados.
El
acto de inauguración tiene dos partes espacial y temporalmente bien
diferenciadas, y de muy desigual calidad: los que hablan primero,
dispuestos a la derecha de los espectadores, hacen buenos discursos,
alguno de ellos brillantísimo; los segundos, ubicados a la
izquierda, son ramplones y pedestres. Menos mal que solo dicen dos
veces emblemático.
La representación de
Fuenteovejuna es estupenda. A don Juan las empresas colectivas desinteresadas —creo que ya lo hemos
dicho alguna vez— le
emocionan. Y esta tiene también suficiente calidad artística.
Parece que los melarienses de hoy conservaran muy vivos la
dignidad y el amor por la justicia de sus antepasados bajomedievales: en consecuencia, los versos de Lope —que don Juan anticipa en voz baja— saltan graves y frescos al corazón de los espectadores, con toda
naturalidad, como manados de una fuente.
Cuando termina buscamos un bar de
las afueras que nos ponga vino pasable y algo de comer. Por
fortuna, lo hallamos. Don Juan me habla de la abeja que hay en el
escudo de Fuente Obejuna y de su antiquísima raigambre simbólica.
También dice algo de la orden de Calatrava; pero estos comentarios
—una pizca irreverentes— se quedan para otro día.
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