Hoy
es 12 de julio, domingo: ya lo sé. Pero el martes próximo será 14,
el día de la fiesta nacional de Francia, en que se conmemora el
comienzo oficial de la
Revolución. Hace unos meses, en la Semana Santa, don Juan dijo que a
él le gustaría vivir en un estado laico de verdad, como Francia. Y
apuntaba que a los españoles nos costará alcanzarlo por tres
razones: porque no hicimos la revolución que hicieron los franceses,
porque hay un componente musulmán en nuestra cultura que nos impide
distinguir bien lo civil de lo religioso, y porque las autoridades se
han esforzado poco en
cambiar las cosas. Un amable comentarista del blog nos recordó los
aspectos siniestros
de la Revolución Francesa, innegables, y don Juan se comprometió a
hablar de ello cuando hubiera ocasión. Yo
creo que la ocasión ha llegado. Sin embargo, no sé si será fácil
que don Juan me dedique un hoy un poco de tiempo.
Estamos
comiendo en un restaurante de los alrededores de Almagro. Afuera el
calor es infernal, de plaga bíblica; dentro hace un frío siberiano
que obliga a las mujeres a suspirar por las medias y a buscar
desesperadamente con qué taparse los hombros. Don Juan,
imperturbable, vino con chaqueta y con chaqueta se mantiene. En la
comida hay bastante gente; se habla de lo que suele hablarse en estos
casos; pronto
la conversación es
un archipiélago de charlas
muy tenuemente interconectadas.
Unos
hablan de Grecia. A don Juan le asombra que gente inteligente, casi
siempre sensata, se quede en detalles superficiales, incurra en
errores históricos de bulto y, sin reparar en los matices, no
entienda la metáfora del aire acondicionado: malo es el calor
sofocante, pero no es razonable combatirlo con un frío que asustaría
a los exploradores polares.
—¿Qué
quiere decir, don Juan? —le
pregunta un amigo.
—Que
en esto, como
en casi todo, haría falta
menos griterío y más diálogo, menos soberbia y más humildad. A
los griegos les convendría saber que los principales causantes de
sus males son ellos mismos, que las deudas se pagan, y que no es
bueno
engallarse con los acreedores; y a estos, que no es prudente asfixiar
al deudor ni llevarlo a la desesperación.
—¿Y
el referéndum?
—El
referéndum es demagogia de Tsipras. Parece mentira que tantos
españoles de cierta edad lo hayan elevado a lo más alto de la
democracia cuando los viejos bien sabemos que es un recurso típico
de las dictaduras, que generalmente lo gana quien lo convoca, que en
una semana no da tiempo a que
la ciudadanía se forme una opinión responsable, que la pregunta era
absurda, y el resultado absolutamente irrelevante. A los demagogos,
que suelen ser buenos actores, les gustan los gestos teatrales; el
público aplaude entusiasmado, pero al acabar la función todo
continúa igual. Un político serio habría planteado una pregunta
decisiva: ¿En Europa, cumpliendo las reglas sin hacer trampas, o
fuera de Europa, aguantando los rigores de la intemperie? O bien
hubiera negociado con tenacidad e inteligencia, sin echar sobre los
hombros de sus conciudadanos responsabilidades que solo le
corresponden a él.
—Pero
la troika tampoco ha
dado muchas pruebas de sensatez...
—No,
desde luego. En Europa hace tiempo que tenemos gobernantes mediocres,
sin vocación de estadistas y sin otra perspectiva que la fecha de
las próximas elecciones. Y los organismos internacionales están
copados por enjambres de tecnócratas doctrinarios que se creen
dioses porque a nadie tienen que dar cuenta de lo que hacen.
—Pues
estamos apañados —dice
alguien.
—Estamos
como casi siempre en la historia de la humanidad. Intente hacer una
lista de gobernantes europeos excepcionales en los últimos dos mil
años: le sobrarán dedos de las manos. Lo normal es que los
gobernantes sean como el resto de la gente: grises. Ahora cabe esperar que no sean peores: demasiado tontos, demasiado ciegos, o demasiado pérfidos. Si Tsipras no hace muchas bobadas, se llegará a un acuerdo que, como todos los acuerdos,
implicará cesiones. Los griegos habrán
de
pagar los impuestos que ahora no pagan, deberán tener un ejército
como les corresponde, un sistema sensato de jubilaciones... y una
iglesia que se retire a los templos y monasterios y renuncie a
privilegios arcaicos y a querer influir en la política. Y los
acreedores aflojarán un
poco, si es que quieren cobrar.
—El
mal menor.
—Naturalmente.
Entre unas cosas y otras, yo me quedo sin poder decir nada de la Revolución
Francesa. A la salida, otra vez cociéndonos en el calor sahariano,
don Juan se pone el sombrero; antes
de montarse en el coche que maneja la hija, me
tranquiliza:
—El
próximo domingo, salvo
catástrofe, hablaremos de Francia. Y de Sbrenica.
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