domingo, 12 de abril de 2015

Diego de Almagro

Don Juan rara vez habla de sí mismo; pero hoy, por causa de cierta pregunta pública sobre su persona, me da algunos detalles. A su manera, claro.
—Poco después de que enterráramos a mi madre, murió Luis Cernuda. Vivíamos entonces en Valladolid, en la plaza de San Miguel. Yo acababa de licenciarme en Filosofía y Letras, estaba pendiente de empezar la mili, y quemaba aquellos días insulsos, de paréntesis vital, leyendo obsesivamente —todavía casi me los sé de memoria— La realidad y el deseo y las dos primeras Residencias de Pablo Neruda, que había conseguido de manera rocambolesca gracias a Francisco Pino, poeta secreto y espléndido, dueño de una acreditada tienda de telas en la ciudad. La muerte de Cernuda, a pesar de la devoción literaria que sentía por él, no me dolió.
—Normal: el dolor por la muerte de su madre no dejaba hueco para otros dolores.
—Efectivamente. Se lo cuento porque estos días hay mucha gente buena, con esa enorme bondad infalible y pánfila —en el sentido etimológico del término— de los seguidores de Pero Grullo y de Rosa Montero, que nos reprocha no ser más sensibles ante las víctimas del atentado de Kenia. Se equivocan de perspectiva. Una cosa es que todos los seres humanos, todos, sean iguales en dignidad y en derechos, y otra bien distinta que todas las muertes humanas, todas, nos deban doler por igual. Si alguien hubiera de cargar diariamente con toda la pena inmensa de todas las muertes que se producen en el mundo, no podría vivir: se moriría él mismo de tristeza. Por eso, la naturaleza, que es sabia, gradúa el dolor en función de la proximidad del difunto y del tipo de muerte que haya tenido: cuanto más próxima y menos natural sea una muerte más nos duele. Las de Charlie Hebdo nos dolieron por el fanatismo que las causó y porque los franceses son vecinos; las del 11-M, no digamos... Las de Kenia vienen del mismo fanatismo que las de París y Madrid, pero nos duelen menos porque nos pillan más lejos. No hay que esforzarse mucho en entenderlo, creo yo.
—¿Y no será también porque los kenianos son negros de África, dos cualidades que tienden a hacer invisibles a los seres humanos? —me atrevo a aventurar.
—No puedo excluir totalmente algún poso de racismo, pero creo que en este caso no es lo más importante. Le pongo un ejemplo: el 25 de marzo hubo lluvias torrenciales en la región de Atacama, un desierto donde no llueve nunca, menos que en el Sahara. Los aluviones causados por las lluvias han destruido todo a su paso: hay más de veinte muertos, muchos desaparecidos, daños cuantiosos. El gobierno ha movilizado al ejército y a la armada, a los carabineros; se ha declarado el estado de emergencia y el toque de queda... ¿Nos hemos enterado? ¿Algún periódico ha dicho algo, aunque solo sea por la rareza de que llueva en el desierto de Atacama?
—Hombre, don Juan, Chile está muy lejos.
—Ahí quería yo llegar —dice socarronamente—. En kilómetros, más lejos que Kenia. Pero en el corazón de los almagreños parece estar más cerca: una calle de Chile, otra de Salvador Allende, una travesía de los Chilenos, una placa —mellada, es cierto— en la iglesia de Madre de Dios, la bandera de Chile dentro de la propia iglesia, una excelente octava real escrita en bronce que habla de Chile, fértil provincia y señalada..., un monumento a Diego de Almagro, el cual también da nombre a una calle, a un colegio, a una peña del caballo...
—Pero del dicho al hecho... Ya sabe usted cómo es la retórica.
—La retórica es una cosa muy digna; la demagogia y la palabrería no lo son —don Juan se enfada un poco—. ¡Y, encima, uno de los pueblos más destrozados se llama precisamente Diego de Almagro! Si quiere ver los daños busque las imágenes en Youtube: tremendas.
—¿Cómo se entera usted de estas cosas, don Juan?
—Como se podría enterar todo el mundo: leyendo. ¿Qué le impide a usted en estos tiempos leer los periódicos de Chile? Ahora bien, no seré yo quien culpe a los almagreños por su desinterés: es perfectamente humano y comprensible que los muertos lejanos nos duelan poco o nada.
Ya en mi casa, antes de escribir estos apuntes, consulto la Wikipedia. Llego a saber que Diego de Almagro —antes se llamó Pueblo Hundido, ahora ha estado a punto de serlo— es la capital de una de las dos comunas o municipios de la provincia de Chañaral, en la región de Atacama, la III de Chile. Tiene, poco más o menos, los mismos habitantes que este Almagro nuestro, pero un término municipal casi tan grande como la provincia de Ciudad Real. Viven de la minería y del turismo... ¿Nuestro alcalde, al que estas cosas se le dan bien, no podría, por lo menos, mandar un telegrama de condolencia a su colega de Diego de Almagro? Isaías Zavala Torres se llama.

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