Desde hace cinco años —mentira parece— don Juan nos
invita a comer en Navaltizón el primer sábado de agosto. Se trata,
quizás y a la vez, de cerrar un curso y abrir el próximo, puesto
que, jubilados, el hiato vacacional ha desaparecido. Como en otras ocasiones, ayer los más valientes acudimos al amanecer porque íbamos de
excursión. La mañana era fresca; el cielo de un azul blanquecino; por Ruidera el sol se levantaba orondo y cegador.
—¿Adónde nos lleva, don Juan?
—A la ermita.
Pero en las excursiones de don Juan —y en los
discursos del alcalde— el camino importa
más que la posada. De modo que no vamos a la ermita: la ermita es el mero
pretexto para un paseo de doce o catorce kilómetros siguiendo el itinerario tradicional de los solaneros que vienen a la romería de la Virgen de Peñarroya.
El casero nos acerca en la furgoneta a la Casa de don
Jerónimo; desde allí echamos a andar hacia el nordeste; el camino es fácil,
llano, muy agradable. Don Juan habla de la Virgen de Peñarroya, que se apareció en término de Argamasilla a un pastor de la Solana y es patrona de los dos pueblos; cómo
pasa cuatro meses en cada uno y cuatro en la ermita; las romerías, los
cultos, los roces que de cuando en cuando se suscitan por cualquier menudencia. Explica también el paisaje y sus cambios a lo largo del tiempo, sobre todo
desde las desamortizaciones del siglo XIX: las casas y casillas, los caminos, los
cultivos, las manchas de monte que aún sobreviven. En poco menos de dos horas,
casi sin darnos cuenta, llegamos a una balsa enorme que se alimenta del canal
de Peñarroya. Descansamos mientras don Juan refiere la historia de los
desbordamientos del Guadiana, del canal, del pantano, de los regadíos, de la Mancha Verde que encandiló a tantos —a Francisco García Pavón, por ejemplo— y que todavía nombra a un grupo folclórico… Bajamos
al cauce del Guadiana, lo remontamos; exploramos las tristes ruinas de los
molinos hidráulicos, la motilla grandiosa y enigmática. El pie de la presa nos
cierra el paso: hay que subir. La subida es breve, pero muy empinada; don Juan, manejando sabiamente la garrota, va el primero; algunos quedan rezagados.
Al llegar arriba, la mole del castillo se refleja en el acero lustroso del embalse,
casi lleno. Descansamos; los hay que se sientan en el suelo, en los bancos, que
se apoyan en el pretil; don Juan aguanta de pie, las dos manos en la
empuñadura del bastón.
Visitamos el castillo y, en él, la ermita; la Virgen
no está: a mediados de septiembre regresará de Argamasilla; luego la llevarán
a la Solana; en enero volverá al santuario; permanecerá aquí hasta abril. Reparamos
largamente en las pinturas murales, bien interesantes y bien restauradas;
salimos al pantano; a mí me fascina una pareja de cormoranes: se sumergen intrépidos, los veo bucear bajo el agua transparente; se me pierden; reaparecen
largo trecho después; en un risco se secan las alas al
sol.
Viene el casero con la furgoneta; trae víveres: vino, pan,
queso, jamón, embutidos; almorzamos mejor que un obispo.
—No te burles —dice amablemente el conservador.
El rojo me defiende:
—Es la verdad; los obispos de hoy son austeros: peor para
ellos.
—La templanza es una virtud cardinal.
—Que las jerarquías eclesiásticas no han practicado siempre.
—Porque estaban más atentas a las virtudes teologales —apoya
el cínico.
El conservador no se arredra, ironiza:
—Ahora las virtudes —teologales y cardinales— son cosa de los vuestros.
—¿Por qué lo dices?
—Porque todos presumen de sobriedad y rectitud. Y de practicar
la caridad. Mirad las barras bravas de Ada Colau.
El rojo se escama:
—¿Qué hace Colau?
—¿Ella? Lo desconozco; sus partidarios, en cambio, defender la subida de
sueldo arguyendo que una buena parte la dedica
a obras pías.
Don Juan no quiere que la discusión empiece tan pronto:
—Luego repasaremos los sueldos de los políticos.
—Sí, pero anticípenos algo
—Quizá tenga interés hablar de los políticos que hay en
España y de cuánto ganan. A mí, de todas formas, no me parece esa la cuestión decisiva, sino qué beneficio reportan a los ciudadanos en comparación con trabajadores que cobren igual.
—¿Y de las limosnas?
—Que pertenecen a la vida privada; publicarlas y presumir de ellas es ridículo; si uno quiere ganar el cielo de esa manera, que
se lo calle: Dios lo ve todo.
Los demás callamos también; volvemos a la casa; comemos y
bebemos sin templanza ni culpa. Cuando llegan las copas no tenemos fuerzas para ahondar en profundidades: ya las tendremos.
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