—En castellano la palabra impuesto es bien transparente.
—¿Que quiere decir?
—Que algunos elementos de su significado los ve enseguida cualquier hablante.
—¿Por ejemplo?
—La ausencia de altruismo. Impuesto es, en primer lugar, el participio del verbo imponer. El verbo imponer viene preñado
de connotaciones que implican fuerza, incluso violencia. Cuando el participio
se sustantiva para nombrar las aportaciones dinerarias de los ciudadanos al
sostenimiento de lo público, no pierde en absoluto la idea de coacción: los
impuestos se exigen.
—No parece cosa muy democrática.
—En origen quizá no lo fuera. Ahora lo es plenamente: los
impuestos, impuestos por quien tiene la potestad legítima de imponerlos, son la
esencia de la democracia moderna.
El conservador cree que don Juan exagera:
—Y ¿dónde mete usted los derechos y las libertades, la
iniciativa individual, la seguridad jurídica, la propiedad privada? ¿Se olvida
de ellos?
—Cómo me voy a olvidar. Solo digo que, sin impuestos, la
democracia es una quimera.
—Explíquenos eso.
—Frente a la palabra contribución, que mantiene parentesco
con la generosidad, casi con la limosna, los impuestos entran en la órbita imperativa
de la justicia: concretamente, tocan a esa parte primordial de la
justicia llamada equidad. La democracia, para llevar dignamente el nombre,
ha de ser equitativa.
—¿En qué consiste la equidad?
—En dar a cada uno lo que merece.
—Luego habrá quien reciba más y quien reciba menos.
—Naturalmente. La democracia surgida de la Revolución
Francesa aspira a un máximo de libertad,
igualdad y fraternidad, que no llegará gratis de la noche a la mañana, sino
paulatina y trabajosamente. Hoy nadie sensato alberga dudas acerca de que la
libertad ha de ser mucha y la misma para todos; de que la igualdad absoluta ni es posible ni buena, pero que sí es bueno reducir los márgenes de la desigualdad
social y económica mediante mecanismos eficientes que están ya bien ensayados
—la educación pública obligatoria, la sanidad universal, los seguros y servicios sociales—; y que eso solo se puede lograr mediante la fraternidad.
Ahora bien, por razones obvias, no cabe confiar en la fraternidad puramente altruista, en la caridad cristiana o cosas parecidas; por el contrario: para dar los
resultados que se esperan —mengua de la desigualdad y extensión de la libertad— la fraternidad tendrá que ser forzosa, es decir, impuesta mediante impuestos. De ahí
que, por equidad, determinados ciudadanos recibirán más y pagarán
menos —los que tienen menos y necesitan más—, en tanto que determinados
ciudadanos recibirán menos y pagarán más —los que tienen más y necesitan menos—,
porque todos merecen un mínimo idéntico que les
garantice la vida digna y el ejercicio efectivo de las libertades.
Al rojo le dan ganas de aplaudir; el conservador muestra
reticencias:
—Reconocerá usted que numerosas veces los impuestos no están
bien diseñados, que la recaudación es ineficiente, que lo recaudado se malgasta
o despilfarra…
—Por supuesto, pero esas son cuestiones técnicas que no
echan por tierra los principios. Lo mismo que hay cuestiones políticas que
tampoco los rebaten: cuánto se debe imponer, a quiénes, cómo se debe gastar, en
qué…
—El dinero donde mejor
está es en el bolsillo del contribuyente.
—Claro. Los impuestos no son confiscaciones: al ciudadano
rico, después de pagar impuestos, le debe quedar lo suficiente para vivir con
desahogada comodidad, hasta con lujosa ostentación. De buena tinta sé que aquí en España los ricos no sufren penalidades.
—Los impuestos asfixian la economía.
—No hay ningún ejemplo que lo demuestre. Más bien al
contrario.
—Lo privado es más eficiente que lo público.
—Lo dudo. Y en ciertos sectores lo privado se limita a
parasitar lo público.
—Entonces, ¿por qué los dirigentes políticos presumen de
bajar impuestos y se atreven a calificar eso de revolución? —pregunta el cándido.
—Acaso por ingenuidad; porque Vox, de hecho, ha
ganado las elecciones; o por experiencia propia.
—¿Experiencia propia?
—Mire a Díaz Ayuso. Pensará: si a mí me ha ido
bien evadiendo impuestos y dejando sin pagar los préstamos, generalicemos la
receta.
—Don Juan…
—O porque nos está empezando a gobernar —en beneficio propio y de su clase— gente que nunca ha bajado al metro, que no ha
pisado jamás un hospital público, que se educó en colegios privados, que juega
al golf, que no se tumba en la arena de la playa sino en la cubierta del yate,
que come en restaurantes de trescientos euros…
—Pero los vota gente que sí necesita los hospitales y colegios
públicos, que baja al metro diariamente, que se sofoca en playas atestadas
y bebe tinto de verano en chiringuitos hediondos…
—Estarán aguardando a que les toque la lotería para dejar
de hacerlo.
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