domingo, 18 de agosto de 2019

Impuestos

—En castellano la palabra impuesto es bien transparente.
—¿Que quiere decir?
—Que algunos elementos de su significado los ve enseguida cualquier hablante.
—¿Por ejemplo?
—La ausencia de altruismo. Impuesto es, en primer lugar, el participio del verbo imponer. El verbo imponer viene preñado de connotaciones que implican fuerza, incluso violencia. Cuando el participio se sustantiva para nombrar las aportaciones dinerarias de los ciudadanos al sostenimiento de lo público, no pierde en absoluto la idea de coacción: los impuestos se exigen.
—No parece cosa muy democrática.
—En origen quizá no lo fuera. Ahora lo es plenamente: los impuestos, impuestos por quien tiene la potestad legítima de imponerlos, son la esencia de la democracia moderna.
El conservador cree que don Juan exagera:
—Y ¿dónde mete usted los derechos y las libertades, la iniciativa individual, la seguridad jurídica, la propiedad privada? ¿Se olvida de ellos?
—Cómo me voy a olvidar. Solo digo que, sin impuestos, la democracia es una quimera.
—Explíquenos eso.
—Frente a la palabra contribución, que mantiene parentesco con la generosidad, casi con la limosna, los impuestos entran en la órbita imperativa de la justicia: concretamente, tocan a esa parte primordial de la justicia llamada equidad. La democracia, para llevar dignamente el nombre, ha de ser equitativa.
—¿En qué consiste la equidad?
—En dar a cada uno lo que merece.
—Luego habrá quien reciba más y quien reciba menos.
—Naturalmente. La democracia surgida de la Revolución Francesa aspira a un máximo de libertad, igualdad y fraternidad, que no llegará gratis de la noche a la mañana, sino paulatina y trabajosamente. Hoy nadie sensato alberga dudas acerca de que la libertad ha de ser mucha y la misma para todos; de que la igualdad absoluta ni es posible ni buena, pero que sí es bueno reducir los márgenes de la desigualdad social y económica mediante mecanismos eficientes que están ya bien ensayados —la educación pública obligatoria, la sanidad universal, los seguros y servicios sociales—; y que eso solo se puede lograr mediante la fraternidad. Ahora bien, por razones obvias, no cabe confiar en la fraternidad puramente altruista, en la caridad cristiana o cosas parecidas; por el contrario: para dar los resultados que se esperan —mengua de la desigualdad y extensión de la libertad— la fraternidad tendrá que ser forzosa, es decir, impuesta mediante impuestos. De ahí que, por equidad, determinados ciudadanos recibirán más y pagarán menos —los que tienen menos y necesitan más—, en tanto que determinados ciudadanos recibirán menos y pagarán más —los que tienen más y necesitan menos—, porque todos merecen un mínimo idéntico que les garantice la vida digna y el ejercicio efectivo de las libertades.
Al rojo le dan ganas de aplaudir; el conservador muestra reticencias:
—Reconocerá usted que numerosas veces los impuestos no están bien diseñados, que la recaudación es ineficiente, que lo recaudado se malgasta o despilfarra…
—Por supuesto, pero esas son cuestiones técnicas que no echan por tierra los principios. Lo mismo que hay cuestiones políticas que tampoco los rebaten: cuánto se debe imponer, a quiénes, cómo se debe gastar, en qué…
El dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente.
—Claro. Los impuestos no son confiscaciones: al ciudadano rico, después de pagar impuestos, le debe quedar lo suficiente para vivir con desahogada comodidad, hasta con lujosa ostentación. De buena tinta sé que aquí en España los ricos no sufren penalidades.
—Los impuestos asfixian la economía.
—No hay ningún ejemplo que lo demuestre. Más bien al contrario.
—Lo privado es más eficiente que lo público.
—Lo dudo. Y en ciertos sectores lo privado se limita a parasitar lo público.
—Entonces, ¿por qué los dirigentes políticos presumen de bajar impuestos y se atreven a calificar eso de revolución? —pregunta el cándido.
—Acaso por ingenuidad; porque Vox, de hecho, ha ganado las elecciones; o por experiencia propia.
—¿Experiencia propia?
—Mire a Díaz Ayuso. Pensará: si a mí me ha ido bien evadiendo impuestos y dejando sin pagar los préstamos, generalicemos la receta.
—Don Juan…
—O porque nos está empezando a gobernar —en beneficio propio y de su clase— gente que nunca ha bajado al metro, que no ha pisado jamás un hospital público, que se educó en colegios privados, que juega al golf, que no se tumba en la arena de la playa sino en la cubierta del yate, que come en restaurantes de trescientos euros…
—Pero los vota gente que sí necesita los hospitales y colegios públicos, que baja al metro diariamente, que se sofoca en playas atestadas y bebe tinto de verano en chiringuitos hediondos…
—Estarán aguardando a que les toque la lotería para dejar de hacerlo.

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