Por la ventana del Marqués miramos la plaza. En la solana empieza a dar la sombra: se van llenando las terrazas con gentes
diversas entre las que predominan turistas culturales
y bohemios a sueldo del Festival. En la umbría aún da el sol, pero las mesas y
las sillas forman ya la red donde caerán los clientes dentro de un rato. Algunos
niños juegan al balón; veloces adolescentes en bicicleta pasan esquivando a los
que se hacen fotos con aire de artístico ensimismamiento. La portada de El País,
bajo el epígrafe de ideas, lanza el reto de controlar las masas de turistas.
—Llamazares también nos echó ayer el mismo sermón; y, según
dicen, los barceloneses abominan del turismo, que hace dos o tres decenios los
puso en el mundo e hizo de su ciudad la más cool
del planeta.
—¿De qué planeta? —pregunta inocente don Juan.
—¿De cuál va a ser, hombre? ¡De este nuestro!
—Antes existía El
Planeta de los Toros.
—De eso no se acuerdan más que los viejos.
Los viejos nos acordamos también de cuando la plaza era un
lugar apacible, de pocos bares, que los domingos tras la misa o al caer las
tardes del verano se llenaba de paseantes metódicos como agrimensores recorriéndola incansables de este a oeste y de oeste a este con la tenacidad de las
yuntas. Entonces los turistas eran exotismos distinguidos a quienes los
indígenas mirábamos un poco incrédulos y asombrados: ¿a qué vendrán?
—Ahora sabemos perfectamente a qué vienen —cuela el cínico.
—¿A qué?
—Los turistas integran dóciles rebaños que se
dejan ordeñar sin oponer resistencia. En Almagro, cuando llega la
temporada, los ordeñadores se apostan a ambos lados de la plaza y se aplican a
la tarea con inmisericorde rigor: no lo hacían mejor los indios de las praderas
que esperaban las manadas de bisontes ni los cocodrilos que aguardan a los ñúes
en el río Mara.
—El turismo es un negocio igual que otro: el
turista viene por la promesa de ciertas recompensas, le ofrecemos determinados
servicios, nos paga lo que corresponde y quedamos en paz: como el que vende
zapatos o instala televisores —matiza alguien que está en el sector.
—Es cierto —habla don Juan—. Sin embargo, hay algunas
diferencias.
—¿Que al turista se le puede dar
gato por liebre? —insiste el cínico.
—No. Eso nos trae sin cuidado. Los turistas no
son niños ni tontos: ellos sabrán por qué vienen y a qué; conocerán sus
derechos; procurarán que lo que les den esté a la altura de lo que pagan; si
no, que reclamen.
—¿Entonces?
—En casi todas las actividades económicas, los empresarios
ofrecen un producto o servicio que han creado y costeado con sus propios
recursos: justo es que se lleven el beneficio. En el turismo, en cambio, el
producto básico es de todos, todos lo costeamos: sin embargo, los beneficios se
los llevan solo unos pocos.
—Explíquenos eso, por favor.
—El sol, las playas, los parques nacionales, las montañas nevadas, los yacimientos
arqueológicos, los museos, los conjuntos monumentales de las ciudades… son de
todos, se mantienen y cuidan con los impuestos de todos, entre todos pagamos
las carreteras que llevan a ellos, las campañas publicitarias que los
promocionan…
—Y los hosteleros se los apropian y no nos devuelven ni las
gracias.
—No solo los hosteleros: todos los que viven de esto, que
son infinitos.
—Pagan impuestos.
—No más que el resto. Y en muchos casos nos deterioran o
roban las joyas que les prestamos sin cobrarles alquiler. Fíjense en la plaza
de Almagro. El principal problema que tiene no es el que los estetas se empeñan en difundir con
insistencia miope.
—¿Cuál?
—La acumulación de mesas, sillas y otros abundantes
cachivaches que proliferan como plaga. Tal acumulación no es problema ninguno; es solo el síntoma de una enfermedad grave, bien estudiada en otros sitios: la privatización de los espacios comunes a efectos de explotación turística. Naturalmente la privatización
conlleva la expulsión del ciudadano normal en beneficio del turista rebañego.
—No exagere, don Juan: nosotros estamos en la plaza.
—Cada vez menos tiempo. Salvo el estanco, una mercería, una
tienda de ropa, otra de ultramarinos, la farmacia... en la plaza no quedan establecimientos
que ofrezcan algo útil a los
almagreños.
—Quedan los bares, un servicio esencial.
—Muchos, muy caros y sin clientes autóctonos; no tardarán en venir los alojamientos legales o furtivos. En ciertos días y a ciertas
horas el almagreño corriente no pisa la plaza. Si la tendencia sigue, dentro de
poco nadie vivirá en ella.
—¿Hay remedio?
—No lo sé. Pero deberíamos darnos cuenta de la enfermedad, o sea, pensar la plaza.
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