Un día de estos se irán los dominicos. Alguien llorará en
Facebook lágrimas de cocodrilo; acaso haya concentración de velas y ositos de
peluche como la hubo cuando se fueron las monjitas —adolescentes que
eran— de la plaza de Santo Domingo. No existe riesgo de inundación; tampoco de
que Almagro despierte de la siesta: el llanto no desbordará Pellejero; a la
mayoría de los almagreños, metida en sus asuntos, le importará muchísimo menos
que si cerrara Mercadona.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Que hacen muy bien los almagreños en no darse por aludidos.
Los dominicos llevan fuera de Almagro treinta y cinco años poco más o menos.
—Se equivoca, don Juan: todos los días veo al padre
Baldomero de tertulia con otros viejos en la Encajera y, de vez en cuando, al
padre Vicente dando vueltas por ahí. Si acudiera usted a misa, también los
vería.
—Ya: dos ancianos como hay tantos, como yo mismo, sin
importancia ninguna: cuando faltemos nadie lo notará. El último dominico en
Almagro fue el padre Fernando. Su figura es trágica a la manera antigua.
—¿Por qué?
—Porque en circunstancias adversas se creyó el hombre
providencial llamado a restaurar la presencia pública, el poder y la influencia
que los dominicos ya habían perdido. Fracasó, claro está; pero hay que
reconocerle inteligencia práctica, notable capacidad de seducción, y un coraje
rayano en el fanatismo.
—Explíquenos eso, por favor.
—Al comienzo del siglo XX los dominicos se instalaron en el
convento de las calatravas; vivieron muy plácidamente en Almagro hasta la
Guerra: el seminario lleno, el pueblo a sus pies, nadie les tosía ni les
disputaba la posición de preeminencia. Pero en la Guerra, naturalmente,
padecieron sevicias atroces: veintitantos murieron asesinados.
—¿Por qué dice usted naturalmente?
—Porque lo contrario hubiera sido una excepción muy
improbable. En los primeros meses de la Guerra la maquinaria estatal de la
República se derrumbó; su lugar lo ocuparon hordas extremistas que
cometieron abundantes salvajadas. Alguna vez tendremos que hablar con claridad
de estas cosas e incorporarlas a lo que se ha dado en llamar “memoria
histórica”: quizás el mismo día en que ya no quede ningún cadáver tirado en la
cuneta o enterrado, contra la voluntad de sus deudos, en el Valle de los
Caídos.
—¿Qué pasó después?
—Que las aguas volvieron a su cauce... hasta los años
sesenta. A partir de ahí se precipitaron sobre los dominicos tres desastres
fatales: el II Concilio Vaticano —y el consiguiente aggiornamento de la
Iglesia—, que alteró las relaciones entre el clero y el pueblo y provocó
—habrá almagreñas que se acuerden— la defección de numerosos frailes y
seminaristas; el desarrollo económico y la modernización de la sociedad, que
enfriaron notablemente el fervor religioso de los españoles y convirtieron las vocaciones
en rarezas; y la proliferación de institutos —o secciones delegadas—
de bachillerato, que para los adolescentes listos del mundo rural supuso una
alternativa poderosísima a los internados de curas y frailes. El padre Fernando
fue incapaz de entender que tales cambios eran irreversibles: combatirlos
mediante el deporte, la formación profesional, el liderazgo individual o las
intrigas políticas suponía un esfuerzo tan osado como inútil. Desde entonces la
presencia de los dominicos en Almagro ha sido irrelevante.
—Y, encima, se llevan el Cristo—recuerda
el descreído.
—Efectivamente: ni aposta hubieran conseguido una despedida
tan mustia.
—Se les olvida a ustedes la universidad —interviene el
católico.
—No fue un pozo de ciencia. Ni siquiera se parecía
remotamente a las de Salamanca o Alcalá. En realidad andaba en el pelotón de
las torpes, es decir, el de las universidades menores —Baeza, Osuna,
Sigüenza, Oñate, Ávila, Osma…—, ninguna de las cuales contribuyó mucho al
avance del conocimiento. Eran pobres, tenían escasísimos alumnos, malos
profesores, ningún prestigio que transmitir a los egresados… o sea, formaban filósofos
nutridos de sopa de convento, teólogos de vuelo rasante o gramáticos a
quienes les costaría recordar la primera declinación latina. Si pudiéramos
investigar la trayectoria vital de los titulados en el Colegio de Nuestra
Señora del Rosario, veríamos que ninguno llegó demasiado lejos… como mucho
serían buenos frailes o buenos formadores de frailes.
—Salvarían almas —ironiza el descreído.
—Y salvaron vidas —dice don Juan sin ironía—. Muchos niños
espabilados se libraron de la pobreza o de la esclavitud de la tierra —es
decir, llevaron una vida más digna y mejor que a la que parecían predestinados—
gracias a las instituciones educativas de los dominicos: estarán eternamente
agradecidos. Pero ese es otro cantar del que hablaremos más adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario