Porque don Juan tiene hoy comida familiar que acaso se
alargue, desayunamos en el Teo. Están montando en la plaza unos artefactos descomunales
con aire de película futurista: o bien acaban de llegar los extraterrestres o
los seres humanos se aprestan a la colonización de otros planetas.
—Don Juan, se nota que no frecuenta usted las ferias ni los
parques de atracciones: a eso es a lo que se parecen estos chismes, a
atracciones de feria.
—Y quizá lo sean —duda inesperadamente don Juan.
—No lo son, don Juan: yo solo he dicho que se parecen. Para
la feria falta un mes.
—El Festival es también una feria; es decir, una aglomeración
de personas que acuden con diversos propósitos y se concentran aquí en gran
número durante poco tiempo: hay que entretenerlos y, de paso, aligerarles la
bolsa. Así viene ocurriendo desde la más remota antigüedad y ocurrirá mientras
el mundo sea mundo.
—Pero esta maquinaria que llena la plaza es cosa del propio
Festival: el espectáculo de la clausura. Dicen que será muy atractivo.
—Vendremos a verlo. Mientras tanto, piénsenlo a la luz de lo
que comentábamos el otro día: el Festival se siente obligado a huir del
elitismo; la clausura es ocasión formidable para ello: se puede montar en la
plaza un gran espectáculo, a medio camino entre el circo y la ceremonia inaugural de las olimpiadas,
que satisfaga a cualquier posible espectador y lo deje con la boca abierta. ¡A
ver quién lo critica!
—O sea, don Juan: ¿piensa usted que se trata de una simple
maniobra demagógica para engatusar al vulgo
y congraciarse con él?
—No. Pienso que debe haber de todo y que la directora del
Festival, cuya inteligencia y habilidad están demostradas, lo piensa también.
Acuérdense de las romerías religiosas, por ejemplo: su principal objetivo será
salvar las almas de los fieles, llevarlos por el buen camino que conduce al
cielo; sin embargo, tan elevado designio no excluye otros más pedestres; es
más: los buscará intencionadamente para el fortalecimiento de aquel. Lo mismo
ocurre aquí: de cuanto se ofrece cada uno se quedará con lo que prefiera, pero
al final saldrán ganando el teatro clásico y los bolsillos de los almagreños,
que para eso se ideó este tinglado.
—¿El teatro clásico?
—Y lo que pulula a su alrededor. Hace cuarenta años el
teatro clásico en España estaba tan muerto como los trilobites; y, como los
trilobites, era asunto de especialistas —principalmente filólogos— y de algunos
friquis. Hoy el teatro clásico ha resucitado: llega a los escenarios con
regularidad, hay un público amplio y entendido que acude a verlo, y da de comer
a mucha gente. No es poca cosa. Pero nadie pretende que el público del teatro
clásico sea mayoritario: ya lo fue hace cuatro siglos cuando era cultura
popular; hoy es alta cultura: para cultura popular quedan el fútbol y los
parques de atracciones.
—¿Qué le ha hecho a usted el fútbol?
—Nada. Saben ustedes que no tengo nada contra el fútbol: no
es alta cultura, desde luego, pero es cultura popular característica de nuestros días.
—¿Cuál es la diferencia entre cultura popular y alta
cultura, don Juan? —pregunto sin segundas intenciones.
Me mira algo perplejo por si se tratara de una trampa saducea; responde llanamente:
—Los seres humanos se diferencian de los demás animales en
que no están sometidos exclusivamente a los dictados de la naturaleza: a lo
largo de la historia han ido creando formas de percibir y percibirse en el
mundo y de modificarlo que llamamos cultura. La cultura es cambiante y se
aprende. Según cómo se aprenda, distinguimos entre cultura popular y alta
cultura: grosso modo y entre otras cosas, la primera se aprende por impregnación, involuntariamente y casi sin
esfuerzo; la segunda requiere voluntad, estudio y perseverancia.
—Y eso la hace más valiosa…
—De ningún modo. La cultura popular —atarse los cordones de
los zapatos, cocinar los alimentos de una determinada manera, santificar las fiestas, fabricar
herramientas…— es imprescindible para la vida; la alta cultura, en cambio, es
perfectamente prescindible, incluso habrá quien la considere
inútil: pero el ser humano es el único animal que disfruta de placeres
inútiles.
—Unos mejores y otros peores.
—Dejemos la moral para otro día; quedémonos hoy en el arte:
actividad inútil, trabajosa,
genuinamente humana y humanizadora. En el Festival, a veces, se nos da la
oportunidad de adentrarnos en él y salir sobrecogidos y gozosos, nuevos, más
humanos.
—Ponga ejemplos.
—Ayer vimos un Julio
César con bastantes defectos, pero emocionante y hermosísimo. Él solo
justifica los cuarenta años del Festival.
—Aunque al vulgo
haya que darle fútbol y parques de atracciones… —digo por lo bajo.
Don Juan hace como que no se entera: ya le volveré a
preguntar.
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