Como la hija y los nietos están de vacaciones, don Juan se
ha recluido en Navaltizón. Allí hace vida retirada: al amanecer pasea por el
campo, inspecciona los cultivos, habla con el pastor, el tractorista, los
caseros; desayuna y se encierra en la biblioteca; al mediodía se baña en la alberca; duerme la siesta; cuando el sol afloja lee en el porche o bajo la noguera; se acuesta temprano, no mira el teléfono…
Así todos los días, iguales y felices: don Juan, hombre sociable, disfruta de
la soledad tanto como de la buena compañía.
Nosotros seremos buena compañía: ayer nos convidó a comer,
una costumbre que acabará en tradición. Don Juan está contento: los temores del año pasado se han diluido, goza de buena salud, puede hacer la
vida que le gusta con pocas limitaciones. Nos recibe muy cariñoso, saluda
ceremoniosamente a las señoras, comemos y tomamos las copas en la biblioteca. La
charla es ligera, saltarina, errabunda, inconsistente, divagatoria, banal como
suelen serlo a menudo las charlas de amigos; pero, al calor de las copas,
alguien pregunta por el asfalto:
—A mí no me gusta: aquí no hay ni un centímetro cuadrado.
—Usted no lo necesita, don Juan. No arregla el camino porque vienen pocos
coches y para no facilitarles el acceso a los ladrones; y la era y el patio están
bien como estaban.
Don Juan evita —lo sabemos— las ásperas polémicas locales,
más si se amplifican en las redes:
ensucian los asuntos, excluyen el matiz, sacan a relucir rancias inquinas, rara
vez se atienen a razones o argumentos… nada se gana en ellas y puede acabar uno
salpicado de pringue. Sin embargo, con nosotros siempre hace la excepción:
—Ha dado usted la clave: la era y el patio quedan bien así,
el camino lo arreglaría si pasaran más coches.
Estamos acostumbrados a los enigmas de don Juan; esperamos
en silencio; prosigue:
—Quiero decir que han de asfaltarse —o pavimentarse con otro material adecuado: quizá lo haya— las calles que tengan
tránsito abundante: el ejido de San Lázaro, la Santa, la propia calle de San
Lázaro o el camino de Daimiel; ya se ha hecho acertadamente con otras —San
Ildefonso, Bolaños, las rondas— y nadie se ha llevado las manos a la cabeza. En
cambio, las de poco tránsito que se dejen como están.
—Pero ¿y el atentado contra el patrimonio? ¿Y los efectos
sobre el turismo?
—Almagro, afortunadamente, no es todavía un pueblo
pintoresco de esos que están vacíos la mayor parte del año y abren en verano y los fines de semana.
En Almagro vive gente —ustedes mismos— que quizá diariamente sufra
incomodidades superfluas. La cuestión está en superar tales incomodidades sin
atentar contra el patrimonio. Si alguien cree que se ha atentado contra el
patrimonio debería argumentarlo de manera contundente; por ejemplo, demostrando
que el pavimento actual tiene valor patrimonial o evitando afirmar a la ligera
que en estas calles hay portadas mudéjares o casas de labranza: ¡qué tendrán
que ver las portadas mudéjares —que no las hay— o las casas de labranza con el
pavimento si cuando las levantaron no había otro pavimento que la tierra?
—Dicen que el empedrado da sabor a nuestro pueblo y atrae turistas.
—Aceptemos el sabor
—aunque no sepamos lo que significa—: ¿por qué, entonces, se alteró de manera
tan brutal e incómoda el pavimento de las calles Mayor de Carnicerías y de la Feria?
¿Por qué esa cursilada de la calle bonita?
¿Por qué las pizarras del pradillo de San Blas? ¿Por qué el asfalto alrededor
de la Magdalena o San Ildefonso?
—¿Y los turistas?
—El patrimonio tiene valor intrínseco; la explotación turística es consecuencia, y no causa, del valor patrimonial. De todas formas, por las calles que han asfaltado no pasan turistas.
—Por Pedro de Oviedo pasan.
—Sí: los que se alojan en un hotel que no es precisamente ejemplo
de respeto al patrimonio. En Almagro y en este asunto, vemos a veces notables
hipocresías: se enfurecen ciertos almagreños por cosas irrelevantes o corregibles
—el pavimento, los muebles de la
plaza— mientras que no se inmutan ante pérdidas y esperpentos irremediables.
—Luego es usted partidario del asfaltado.
—No. Dentro de las rondas, nunca —ni asfalto ni suelos
extravagantes o bonitos—, porque el
casco histórico debe ir acercándose a la peatonalización; fuera de ellas, cuando sea preciso —lo he dicho antes— debe asfaltarse o ponerse otro piso conveniente.
—Pero apoya al alcalde…
—Tampoco. Los socialistas han cometido un error táctico
enorme, el primero de su mandato: la oposición hará presa en él y no lo soltará
fácilmente.
—¿Qué error?
—La falta de cautela: no prever las consecuencias, no haber
hecho labor de persuasión ni recabado el apoyo explícito de los vecinos.
—Ímpetu juvenil.
—Eso será.
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